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Hace unos días Chile Vamos presentó a su generación sub 40, que de sub 40 por cierto tenía bastante poco, intentando emular con algo de desparpajo a la generación de recambio de sus adversarios políticos, compuesta principalmente por miembros de la llamada Bancada Estudiantil. Un grupo de funcionarios públicos que incluyen entre sus filas a Luciano Cruz-Coke o Marcela Sabat, cuyo único símil es ser menos viejos que la media, más allá de las ideas de derecha que comparten. Un intento forzado de visibilizar una supuesta nueva generación, los rostros para restituir la imagen de una coalición cada vez más alejada de las necesidades del pueblo. La idea es paradójica, primero porque los supuestos imberbes defienden ideales bastante añejos, además de que pese a ser esta una estrategia de la derecha, bebe de una lógica construida principalmente desde la izquierda: la idea de que los dinosaurios políticos deben dar un paso al costado para cederle la antorcha a la nueva generación. Que se vaya lo viejo, bienvenido lo nuevo.

Quiero dejar en claro desde un principio que soy partidario de la rotación y los nuevos rostros en la política. De hecho, gran parte de los cambios que está viviendo Chile estos últimos años se han dado gracias a eso. Sin embargo, esta rotación debe darse por las razones que verdaderamente importan y no simplemente porque sí. No todo lo nuevo es bueno, no todo lo viejo es obsoleto.

Nuestro lenguaje nos ha empujado a homologar todo lo conservador como fuera de lugar o equivocado, y todo lo progresista como esperanzador, innovador y actualizado (Huelga indagar en la connotación que acarrean ambos términos: conservador y progresista). Nuestra cultura ha ignorado a los ancianos como miembros de la sociedad, estigmatizándolos de obsoletos, incapaces y hasta unos estorbos. Bajo esta lógica, hace pocos días la multitud aplaudió a rabiar la salida de viejos estandartes como Escalona o Zaldívar, a quienes se les culpaba de la mayoría de los tropiezos de la Transición, y cuya permanencia casi vitalicia en la política era inexplicable.

Actualmente se discute en el Senado una ley para reducir la reelección de autoridades públicas a un máximo de dos periodos. Esto con el objetivo de sacar a los apernados, y someter al mundo de la política a una suerte de tratamiento rejuvenecedor periódico, similar al que se realiza el Señor Burns cada semana para prolongar su vida. Esta idea resulta atractiva y tiene su lógica: los jóvenes han traído buenas ideas y han recauchado una política que hacía aguas hace tiempo, pero tiene un componente antidemocrático que a mi juicio, estamos pasando por alto.

En primer lugar, la juventud es una condición, no una cualidad. Entregarle el bastón de mando puede ser tentador, sobre todo para los que dejamos atrás nuestros mejores años. Nos exime de responsabilidad y aligera una pesada carga de nuestras vetustas espaldas. Pero bajo esa lógica, Axel Kaiser o Henry Boys constituyen aires nuevos para la política, por el mero hecho de que son jóvenes.

En segundo lugar, los Zaldívar y los Escalona no se fueron por viejos. Se fueron porque ya no cuentan con el apoyo de un electorado cada vez más desencantado y crítico. Si permanecieron tanto tiempo en sus cargos no se debe a su edad, sino a que alguien los puso ahí. Adivinó: por los mismos que vitorearon sus salidas. Permanecer no es sinónimo de un mal trabajo, ni rotar es garantía de que el recambio será mejor al predecesor.

Si un político, viejo o joven, desempeña una labor aceptable y la ciudadanía quiere ejercer el poder legítimo de reelegirlo por tercera o cuarta vez, entonces restringir su permanencia mediante una ley choca con los principios más elementales de la democracia. El derecho a ajercer un cargo de autoridad en la política debería estar determinado por la calidad de su desempeño – y como consecuencia de eso la aprobación o desaprobación de la ciudadanía- y no por periodos limitados y arbitrarios. Sí, es probable que podamos castigar a los mediocres y corruptos, pero también lo haremos con los eficientes y probos, pagando justos por pecadores. Solo imaginen si aplicáramos el mismo principio a docentes, médicos u otra profesión que depende indiscutiblemente de la calidad del trabajo realizado.

Aplaudo la rotación en el Parlamento y el Senado como el que más, y asimismo celebro la salida de Rossi, Hasbún, Andrade, Rojo Edwards y los anteriormente mencionados. Quisiera que los buenos se quedaran, y los malos se fueran. Y si el día de mañana, si sacamos a otros Escalonas o Zaldívares, espero que sea por su deficiente trabajo y no por el tiempo que llevan. Esto último deberá ser nuestra responsabilidad como ciudadanos, de que estemos informados, que vayamos a votar, que presionemos a nuestros representantes, que les exijamos hacer un buen trabajo. Y si son reelegidos, será culpa de nuestra propia incompetencia o desidia, los que nos convierte a todos, jóvenes y viejos, en responsables de que el sistema funcione.

Actualmente este proyecto de ley está estancado en el Senado, y es probable que los últimos acontecimientos propicien su resurrección. Esperemos que el número de años no sea el único criterio, y que sean incorporadas otras variables que van más allá de la edad o los periodos en el cargo.

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