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Es imposible predecir seriamente el resultado de la elección presidencial que se realizará en pocos días más, pero en lo que sí hay coincidencia es en que el resultado sería el más estrecho desde el retorno a la democracia.

Si durante años hubo una clara ventaja para los candidatos de Izquierda, repitiendo más o menos las cifras del plebiscito de 1988, salvo una oportunidad en la que la Derecha logró evitar sus tradicionales diferencias y la Concertación presentó un candidato poco competitivo, en esta oportunidad parece quedar mucho más claro el supuesto empate entre las principales corrientes políticas en el país.

Esta situación ha dado paso a una campaña con mucho roce, agresiones y descalificaciones y a la impresión relativamente generalizada sobre una fractura irreparable de la sociedad chilena.

Esta división debe ser motivo de análisis más profundos después de las elecciones, porque existe la seria posibilidad que sea parte de la estrategia de los candidatos para radicalizar el escenario electoral y convencer a su base de apoyo a los que no tienen una opción clara pero temen la inseguridad que genera este fraccionamiento.

Asumiendo que es difícil suponer que las personas han definido su posición política como consecuencia de un proceso serio de reflexión y estudio, también ocurre que esta aparente división de la sociedad puede ponerse en duda desde ese punto de vista, pero es algo que debe analizarse con el tiempo, en especial a partir de la irrupción de una tercera alternativa.

En cualquier caso y usando la analogía del matrimonio, es preciso señalar que una división siempre es de a dos.   Ni la maldad perpetua de uno de los grupos contraría la bondad infinita del otro que ha hecho todo lo posible por mantener la unidad.   Son las dos corrientes las que se han enrostrado mutuamente culpas y malas intenciones que han hecho imposible la convivencia.

Por otra parte, es útil preguntarse si, como los maridos, alguna vez Izquierda y Derecha no estuvieron divididas en forma irreversible, más allá de algún momento de verdadera emergencia nacional ajena a la disputa política.

Evidentemente suena bonita la idea de un gran consenso nacional y de la superación de las diferencias, pero no es realista.  Los países más evolucionados lo logran respecto de algunos asuntos puntuales solamente, pero no desaparece la contienda política.  Lo que sí hay que hacer es distinguir entre lo superfluo y lo importante, y en esto último buscar un acuerdo cuando es posible.

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