Compartir

La investigadora va todos los atardeceres, a eso de las siete, a retomar su trabajo en un locutorio frente al parque. Se sienta en una silla que está siempre caliente. La acaba de abandonar una mujer ya mayor, delgada, de pelo canoso, que también elige esa precisa computadora quizá por ser la más veloz en el pequeño locutorio del barrio.

Más de una vez la investigadora se ha sorprendido porque en la pantalla queda siempre la última página consultada por la mujer en la red, y siempre el tema son las mariposas. Así durante meses. Hasta que un día la investigadora llega y encuentra a la mujer, canosa, mayor, caída frente a la pantalla con la cabeza sobre el teclado. Se desespera y da la voz de alarma, pero en el locutorio nadie parece inmutarse, simplemente llaman una ambulancia. Casi de inmediato llegan dos paramédicos o enfermeros vestidos de blanco, comprueban que la mujer ya no respira y sin hacer preguntas la meten tal como está, en posición casi fetal, en una gran bolsa verde de plástico y se la llevan, supuestamente a la morgue. En el locutorio, clientes y encargados siguen con sus asuntos como si nada hubiese ocurrido. La investigadora queda atónita. La última página abierta por la muerta parecería  esta vez ser su correo personal porque hay una  brevísima carta de amor en la bandeja de entrada. Algo sorprendente, dado que nunca antes la ahora difunta parecía haber recibido mensaje alguno y nunca había dejado indicios de su intimidad. La carta no tiene firma, la investigadora intenta explorar el resto del correo para averiguar claves de la víctima pero está vacío. Sale aturdida del locutorio, el dependiente no la detiene ni siquiera para cobrarle. Nadie parece estar atento a lo que ocurre a su alrededor.

Desconcertada, la investigadora empieza a perder noción de la realidad, es el crepúsculo, cruza una calle y otra y otra y se interna en el parque. Se larga a vagar sin poder explicarse qué pasó con la pobre mujer, ni con sus propios sentimientos y sensaciones. Camina sin rumbo por el vasto parque ya casi a oscuras, no piensa en el peligro, agotada y sin dirección se sienta en un banco junto a un hombre muy viejo que parece estar dormido.

Pero no; el viejo abre los ojos para preguntarle

– ¿Cuánto cobra la hora?

La investigadora está a punto de levantarse, ofendida, o de devolverle el insulto, cuando el viejo completa su frase: el locutorio. Cuánto cobra la hora el locutorio, quiere saber.

Están a muchas muchas cuadras de distancia, no entiende cómo el viejo pudo haberse dado cuenta de dónde venía ella.  Y qué le puede importar ese detalle a un vagabundo sin techo que nunca debe de haber visto una computadora de cerca.

Igual le contesta,

– Cinco pesos la hora, como todos ¿Por qué me lo pregunta?

– Porque ése no es un locutorio como todos, debería de ser gratis, o carísimo, según cómo se lo mire, le contesta el viejo volviéndose a sumir en una especie de sopor muy cercano a la muerte.

– ¡No se muera, no se muera!, lo sacude la investigadora, desesperada porque ya ha tenido demasiada muerte en este día.

– Imposible morir tan lejos, ojalá pudiera, musita el vagabundo.

Ella no atina a permanecer sentada en el banco. Se autoengaña pensando que quiere dejar al viejo dormir tranquilo pero sospecha que se trata de una mera excusa para huir de allí. Debe alejarse lo más rápido posible de ese territorio envenenado. ¿Envenenado por qué? ¿Por quién? No tiene respuesta, la suya fue una comprensión espontánea y para nada calculada, como un flash. No puede permitirse semejantes percepciones por más fugaces que sean. Lo irracional no tiene cabida en su existencia, ella es investigadora del Instituto de Ciencias Aplicadas, lo demás es mera poesía. Fantasía. Esas lacras. Se interpela por su nombre como convocándose al aquí y ahora de una realidad que se le escurre: Noelia Martínez, se convoca, Noelia. Como quien dice volvé y perdoname. O volvé, te perdonamos. O trae tu espíritu y vente, como dicen que dicen en las curas de espanto y los exorcismos. Pero ella no necesita todo eso, ella es una mujer racional seriamente involucrada en su trabajo de investigación. El Instituto está en la otra punta de la ciudad, por eso mismo, y dado que por el momento se ha quedado sin computadora propia, debe acudir a un locutorio; si eligió uno algo distante de su casa es porque  la obliga a atravesar el parque a pie y cumplir con la dosis necesaria de ejercicio. Así de simple.

Pero ya nada es simple, los sucesos de la tarde le han dado vuelta la pisada y se siente perdida. Al llegar a su apartamento prepara un café y se aferra al tazón como a un salvavidas. Noelia, se convoca, Noelia Martínez, ignorando que los antiguos egipcios en el instante de la muerte invocaban el propio nombre como un talismán para aferrarse a su alma. No lo sabe porque lo suyo es la ciencia. Aplicada, por cierto. No por eso el tema de la muerte deja de palpitar en el ámbito circundante. Y la mujer del locutorio metida en una bolsa de plástico verde como un capullo, como un concón. Ella ha visto algo similar en alguna parte. En realidad nada vió, lo apenas entrevió muy al descuido. Hace poco. ¿Dónde? En su calidad de investigadora las preguntas son su acicate. Sí. En general. Aunque éstas son preguntas que no abren nuevas puertas sino que las cierran. Las entierran. ¿Quién pensó semejante palabra? ¿Quién sino ella misma? Noelia Martínez se siente atrapada en ciénagas desconocidas donde su pensar se anega. El viejo vagabundo del parque se lamentó de no poder morir lejos. ¿Lejos de qué? El vagabundo del parque lo que en realidad dijo es que no puede morir como todos en un lugar cualquiera, y lo resiente. Como si él habitara un secreto que ella no alcanza a descifrar y que sólo unos poquísimos elegidos conocen. ¿Elegidos?, se sacude Noelia Martínez intentando retomar la cordura. Elegidos, condenados, es lo mismo. Pero saben. Ella, investigadora, también sabe o podría saber o quizá; y no quiere. Una cosa es investigar y algo muy distinto es penetrar lo investigado. Aquí, allá, en cualquier parte. ¿Muy lejos de dónde, el viejo? El vuelo.

A Noelia allá en el locutorio la computadora abandonada por la muerta supo hablarle de mariposas. Monarcas casi todas. Mariposas monarcas. Bellas, sí, de colores naranja y negro con puntos blancos, que no son las más bellas necesariamente, son las más longevas. Eso. Entregarse a la vida el tiempo que ésta dure. Lo que dure el vuelo de la monarca que para su tamaño y especie es muchísimo tiempo. Desde su lugar de nacimiento a su lugar de procreación a unos cuatro mil kilómetros de distancia, ida y vuelta. Un ciclo completo. ¿Cuándo completamos nuestro ciclo? Entre los humanos nada viene tan pautado; Noelia lo sabe, pero lo que sabe sobre las mariposas monarcas no sabe que lo sabe, lo leyó de refilón, de reojo, como de regalo.

Un regalo.

Maldito sea.

¿Quién lo quiere?

Aprieta tanto su tazón de café que está a punto de romperlo. Es de porcelana frágil como la vida.

Al viejo le resulta imposible morir, al menos en el parque.

¿Por qué nadie se preocupó por la muerte de la mujer allá en el locutorio?

Las monarcas no nacen con su esplendor de alas.

Las monarcas empiezan siendo orugas voraces que se comen toda la planta, se comen todo todo a su paso, se comen el planeta. Como los humanos, cuando podemos. ¿Y después qué? Se acurrucan como quien pone la cabeza sobre las rodillas, una posición fetal igual a la de la muerta en el locutorio, una capa verde las envuelve como capullo y así pasa  un tiempo hasta que el capullo o concón se hace negro: al poco nacerá la mariposa. La esplendente mariposa toda fruncida que se irá desplegando con el inflar de sus alas hasta ascender en vuelo. ¿Cómo tiene Noelia estos datos, ella que no es entomóloga, ella para quien su vida son las matemáticas? Se ve que aquello que solía titilar en la pantalla justo antes de que ella se enfrascara en su trabajo se le ha ido colando en las neuronas. Eso sí puede entenderlo. ¿Pero lo otro? ¿La muerte?

Empieza a sospechar que las mariposas  no deben de tener ni la menor noción de la existencia de las orugas, las orugas sin duda ignoran que llegado el momento habrán de volverse mariposas. No es sólo que no puedan reconocer los lazos de parentesco que las unen. Ni siquiera pueden verse, ni olerse ni tocarse ni nada, sigue  imaginando Noelia y la idea le resulta ridícula, risible, intolerable casi. Orugas y mariposas transcurren en lo que para esos lepidópteros vendrían a ser muy diferentes dimensiones del espacio-tiempo. A la muerta de hoy, la mujer frente a la computadora,  no la volveremos a ver más, así como la muerta  no nos verá nunca más a nosotros los vivos. Tal como ocurre con todos los que han muerto. Nosotros somos larvas apenas, ellos ya han mutado. Esa mujer estaba hoy doblada en dos, rememora Noelia. En esa misma posición la metieron los hombres en la bolsa. La bolsa de plástico que los americanos con desprejuiciado tecnicismo llaman body bags, bolsas de o para cuerpos, cuerpos despojados de vida. Verdaderos concones.

Y entonces Noelia Martínez se despoja de su incredulidad y corre hacia el parque llevándole los cinco pesos al viejo. Para que pueda por fin concurrir al locutorio donde desde tiempo atrás lo debe de estar esperando la muerte. O, mejor dicho, una carta de amor.

                                        para Hebe Solves y Vicky Linares, in memoriam

Compartir

2 Comentarios sobre “La carta de amor

  1. Muy buen cuento. Me encantó esa relación entre el ciclo de las mariposas y los humanos, la pugna entre la ciencia racional y las posibilidades mágicas que nos habitan. Te felicito.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *