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A propósito del caso del académico Jaime Baesa cuestionado por presentarse a exponer en una comisión de la Cámara de Diputados sin corbata (la chaqueta la dejó en una silla para estar más cómodo), ya está casi todo dicho.  Que el hábito no hace al monje, que los diputados Pérez y Urrutia se extralimitaron, que el protocolo no escrito obliga al uso de la prenda, que no hay ninguna exigencia reglamentaria para los invitados, que por lo demás concurren voluntariamente y en forma gratuita a exponer sus conocimientos en beneficio de la tramitación de la ley.

Pero hay aspectos que no se han considerado y que son probablemente más preocupantes, ya que se refieren a la psicología de los actores que intervinieron en el caso.   En lo que respecta a los diputados, la preocupación por las formas hace dudar de su interés en el fondo de la cuestión, en el del académico su defensa sobre la falta de validez republicana de la exigencia que hace suponer lo contrario, que el fondo se impone a la forma.  En ambas perspectiva, se podría llegar al refrán “el fin justifica los medios” pero resulta que no se ve ningún fin en ninguna de las dos posiciones, al menos ningún fin que sea relevante.

¿Se saca algo preservando la pureza de las instituciones por la vía del requisito de la vestimenta cuando, al mismo tiempo, vemos personas muy bien vestidas perseguidas por la justicia por delitos apropiadamente llamados “de cuello y corbata”?

¿Se puede suponer entonces de forma legítima que de lo que se trata al final es simplemente imponerse al otro, al distinto, al que no comparte la misma escala de valores morales y, en esta situación, estéticos?   Seguir por ese camino debería llevar a la discusión sobre el ego.

Sin tomar partido por nadie en un asunto que es absurdo y vacío desde el inicio, resulta preocupante suponer que el reforzamiento del ego a través del mecanismo de imponer un tema de vestimenta pueda ser más importante que cualquier otra consideración porque eso significaría que, en lugar de atender las preocupaciones y necesidades de la gente, se podría llegar a privilegiar los intereses de quienes palmotean las espaldas y prometen admiración.

La psique de las personas es un asunto muy frágil y cuando una persona cumple un cargo de responsabilidad política con alta visibilidad pública debería poder estar sobre ese tipo de consideraciones.   Es imposible comprobar mediante pruebas clínicas que alguien no se dejará absorber por las ilusiones que genera el poder, pero sería bueno que recuerden cada cierto tiempo que el poder es una apariencia y que, en todo caso, es un préstamo que concede la ciudadanía a través de las elecciones periódicas.   Suponer que se está sobre eso revela una personalidad que requiere terapia.

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