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En 1988 llegué a Copiapó vestida de celeste. Había sido mi color cuando estuve trabajando en la radio “Estrella del Mar” en la isla de Chiloé. Una oferta del diario Atacama me catapultó desde la lluvia austral hasta los espejismos tornasoles del desierto. La economía regional vivía un buen momento. Las uvas de exportación competían en importancia con las  tradicionales riquezas mineras. La efervescencia ciudadana se reflejaba también en los preparativos del Plebiscito, el que en octubre decidiría la suerte del régimen militar a través de un “Sí” o un “No” a Pinochet.

Copiapó conservaba un encanto rural. Sus pasados esplendores se reflejaban en casonas con patios enmarcados por columnas de pino Oregón y jardines floridos. Esas maderas habían sido el lastre de los barcos mercantes que durante el siglo XIX recorrieron los puertos nortinos. Para aprovechar el material, los constructores locales levantaron  viviendas con  estructuras de pino, rellenas de adobe, paredes estucadas y techos de barro-totora. Era un creativo diseño que conservaba la frescura interior.  Recuerdo que me alojé en la residencial  Chañarcillo, nombre de una antigua  faena de plata, en cuya fundición se habían consumido casi todos los bosques nativos de Chañar. Todavía sobrevivían algunos ejemplares, aunque en las avenidas y plazas señoreaban los grandes pimientos. Su generosa sombra mitigaba los calores del desierto.

El diario Atacama se encontraba en una de esas nostálgicas casonas. Estaba situado en la esquina de Colipí con Manuel Rodríguez. Según decían, la sala de prensa había sido un patio donde los reporteros cosechaban damascos para hacer mermelada. Poco tiempo atrás, lo habían habilitado como oficina. La tensión reinaba en el personal, pues se vivía el reemplazo de las máquinas de escribir por computadoras. Yo había recibido mi primera capacitación informática en El Mercurio, por lo que la situación no me era desconocida. Las clásicas linotipias también se estaban permutando al sistema Offset. Fui designada para cubrir Educación. En ese entonces, las escuelas, centros de apoderados y la Universidad de Atacama organizaban eventos que marcaban la agenda noticiosa. En el colegio de profesores se destacaban líderes como Eduardo Aramburu, Xiomara Larco y Jimena Araya, quienes además de los asuntos gremiales, exigían que se exhumara una fosa común en el cementerio. Todo indicaba que allí yacían las víctimas de la tenebrosa “Caravana de la muerte”. En ese año crucial, el intendente de Atacama, Tte. Coronel Juan Emilio Cheyre, trataba de mantener una política de puertas abiertas con la prensa. La tarea le estaba resultando incómoda. Ante el advenimiento del Plebiscito, hasta las conferencias de prensa más anodinas, terminaban en preguntas “difíciles” que sacudían a la opinión pública.

Vista de la ciudad con la catedral y cerros
Vista de la ciudad con la catedral y cerros

El caballero de las anécdotas

Samuel Salgado, el dueño del diario, también ofreció al libre acceso para conversar con los periodistas. Un copiapino se tomó en serio la invitación. Era Enrique Risi. Tendría casi ochenta años, usaba bigote, chaqueta y sombrero al estilo años 50’s. Por su activa participación en el comercio y en la vida social, solía ser el entrevistado estrella en todas las efemérides de Atacama. Tenía una memoria privilegiada. Recordaba extrañas anécdotas como la del incendio en la Escuela de Minas, que había sido apagado con barriles de vino blanco y tinto. Otra, era la tragedia de un joven de apellido Barquín, quien impulsado por la desesperación y la locura,  había ido a desenterrar el cadáver de su hermanito menor. Al amanecer, lo habían hallado en la plaza, cargando en sus brazos el putrefacto cadáver.

Durante una activa jornada noticiosa, el octogenario hizo su entrada al diario. Saludó con su característico: “¡Buenos días, barrabases!”.  Se escucharon murmullos de alerta. Conversar con don Enrique podía llevar desde diez minutos hasta tres horas. Por eso, su presencia era temida. Yo había finalizado mi despacho. Así, se me ocurrió preguntarle algo relacionado con mi frente. Pensé que sería algo sencillo: ¿Cómo era el antiguo Liceo de Hombres de Copiapó?

Una laaaarga entrevista

Los ojos claros de don Enrique lanzaron chispas. Un colega carraspeó nervioso. Sin duda, acababa de oprimir un botón sensible y la entrevista sería larga, muy larga. Desde el principio, me había llamado la atención el horrible edificio de la Intendencia Regional. Parecía un engendro fallido entre la Pedrera de Gaudí y una cabina de barco. Los profesores me habían contado que durante los inicios de la dictadura, un delegado militar (cuyo nombre no debía ser recordado) había demolido el histórico Liceo para construir un edificio de gobierno inspirado en Brasilia. Lógicamente, las voces ciudadanas para salvar el patrimonio fueron desestimadas.

Don Enrique me tomó del brazo y salimos a la calle. Atravesamos los jardines del Museo Mineralógico hasta llegar a los terrenos en los que se había erigido el plantel por casi 120 años. Mientras los parlantes de la plaza emitían música popular, el jubilado inició una detallada descripción de sus años como alumno y de los numerosos aniversarios a los que había asistido junto a otros notables nortinos. Desde su fundación en 1864, por sus salas, auditorios, internados y laboratorios habían circulado diversos hombres del desierto. Desde hijos de pirquineros hasta elegantes jóvenes de países vecinos, como Perú, Argentina y Bolivia. El Liceo había sido creado para otorgar el diploma secundario y una mención en minería. Conmovido, me dijo que cada generación era invitada a compartir sus recuerdos con la comunidad. Me contó que  en los patios se había entrenado el batallón Atacama antes de ir a la Guerra del Pacífico. Agregó que los Liceanos habían dado ejemplo de hermandad, pues varios alumnos pertenecían a los países enemigos. En las paredes se encontraban las balas de una huelga obrera. Además, en sus salones se habían dado cita personajes claves de la historia nacional.

Museo de Atacama
Museo de Atacama

Éxtasis en la plaza

Estremecido por las evocaciones, don Enrique fue reconstruyendo con sus palabras todo lo desaparecido. Era primera vez que me topaba con el talento narrativo atacameño de “rellenar ausencias”. Caímos en un trance. Gracias a sus ojos, pude ver perfectamente las instalaciones del internado,  al cocinero boliviano cantando mientras cortaba verduras. Me desplacé por los comedores. Algunos chicos hacían las tareas e intercambiaban confidencias. Abrí la puerta de la señorial biblioteca, cuyos dos pisos se unían por una escalera de caracol. Recorrí con mis dedos los bellos lomos dorados de los libros, que eran un tesoro para los amantes del saber. Don Enrique y yo ingresamos al laboratorio de química, donde palpamos el mármol del mesón y las probetas de curiosas formas. Me llevó al museo natural. Era un lugar que daba miedo por sus vitrinas con fósiles y la colección de animales disecados. Caminamos por entre las azucenas del jardín hasta entrar a la oficina del director, que ostentaba los retratos de Pedro León Gallo y Manuel Antonio Matta, promotores de la revolución constituyente de 1859, cuyo espíritu independentista era muy celebrado en la zona. Todo, todo había sido destruido por la ignorancia soberbia de un militar, quien varios años después sería condenado por torturas y por el asesinato del sindicalista Tucapel Jiménez.

 

 

Memorial, una placa recuerda "Por la fuerza y sin razón."
Memorial, una placa recuerda “Por la fuerza y sin razón.”

Catársis colectiva

El relato de don Enrique me dio para escribir un reportaje. El mismo día de su publicación comenzó a sonar el teléfono. Ex alumnos de todos los colores políticos deseaban aportar con más datos sobre el tema. Recién se estaban dando permiso para llorar públicamente aquella pérdida. Comprendí que aquel Liceo no era un simple colegio. Había sido un epicentro social y emocional de la ciudad. Un ancla hacia sus raíces y una proyección hacia su futuro. El debate fue creciendo. Se simbolizó su inconsulta demolición con el dictatorial anhelo de destruir el pasado. Los copiapinos salieron en masa a bailar el vals del “No” que lideraba el cantante Florcita Motuda en su gira a lo largo del país. Como yo estaba inscrita para votar en el Estadio Nacional de Santiago y solo daban un día de permiso, me di el lujo de comprar un pasaje ida y vuelta en avión para emitir mi voto y regresar en pocas horas. Cuando ganó el rechazo a Pinochet, las puertas de la Intendencia permanecieron cerradas. Parecía que su nombre “Alborada” se iba a transformar en “Anochecer”.  Nadie sabía si los militares aceptarían llamar a elecciones presidenciales o darían un nuevo Golpe. Varias cosas sucedieron después. La democracia retornó, me casé con un atacameño, los desaparecidos serían hallados  y se levantaría un monumento en su memoria, con la leyenda: “Por la fuerza y sin razón”. Don Enrique Risi falleció y yo me daría cuenta  que nunca volvería a vivir la urgencia emotiva de comprar un pasaje ida y vuelta para votar en una elección. En el año 2002 un incendio consumió la casona de Colipí con Manuel Rodríguez, llevándose todos las memorias del diario Atacama que conocí.

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