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Tongariki.
Tongariki.

Al recorrer Chile, uno no puede dejar de utilizar adjetivos tales como majestuosos, bellos y sobrecogedores. Y al utilizarlos, no se falta a la verdad.

La secuencia de paisajes realmente impresiona y el observador se reconoce un sujeto mínimo frente a la obra que se le presenta. La mayoría, sino todos, los paisajes que caracterizan nuestro territorio son de una solemne hermosura, marcan a fuego a sus habitantes y condicionan la relación que tenemos con el territorio.

No obstante, hay que ver el detalle y sacar conclusiones. Detrás de la hermosura del paisaje se ven los peligros que los acechan. 

Hay tres paisajes que en lo particular me impactan y conmueven: Isla de Pascua, Chiloé y Valparaíso.

Al visitar la Isla de Pascua, uno descubre que lo que caracteriza ese territorio maravilloso es su precariedad: falta agua, su dependencia de insumos externos, el peligro de la sobreexplotación de sus recursos. Los moais rotos y la deforestación de parte de su geografía, es un mudo recordatorio que el ser humano puede y es capaz de alterar los equilibrios y que la naturaleza no es infinita en su capacidad de recuperación.  La historia de Isla de Pascua es un clase viva sobre la capacidad del ser humano por modificar su entorno y cómo es capaz de destruir hasta la belleza más sublime. Cuando se recorre los Ahu de Ahivi,Tongariki, Hanga Roa, al subir el Tarevaka y subir a los conos volcánicos de Rano Kao y Rano Raraku uno no puede sino que asombrarse por la capacidad creadora del hombre, sobre su gigantesca fuerza de trabajo y creación, su esfuerzo por dominar la naturaleza y usar sus recursos, y quedar admirado de  la grandeza de sus visiones. Pero al mismo tiempo, obtener conclusiones de la fragilidad de sus creaciones y las consecuencias terribles de sus obras. La megalomanía de los habitantes de Isla de Pascua es la fuente de su caída. Hoy vemos a la isla como víctima de la sobrepoblación, del uso abusivo del turismo, de la inconsciencia de sus visitantes, la creciente presión sobre sus escasos recursos hídricos, y parece que todo irá a ser peor en los años venideros, cuando las legiones de turistas vengan a consumir todo, sin que exista capacidad de limitar y regular esa actividad. Los turistas no suelen respetar los límites y rutas, les gusta sacarse fotos sobre los monumentos pétreos, llevarse un recuerdo, dejar su marca sobre las piezas arqueológicas, sobrepasar todo. 

En Chiloé pasa algo parecido, pero en una dimensión diferente. La imponente belleza de los pueblos chilotes, sus canales, ferias, campos, lagos, ríos, es de una magnitud inconmensurable, pero también lo es los peligros que la acechan. Cuando se cruza el Canal de Chacao y se vislumbran las obras de construcción del puente sobre el mismo, uno no puede sino preguntarse si Chillé aguantará la presión. Caminando por los palafitos y la costanera de Castro, viendo como sube y baja la marea sobre el estuario, se ve ya la basura en los bordes, al cruzar el canal de Dalcahue o bien se camina por la playa de Quimchao, se advierten los restos de basura de los turistas o de la industria salmonera. Al entrar en los iglesias chilotas, en las imponentes de Achao y Castro, en las pulcras y bellas como la de Dalcahue, no puede sino preguntarse cuando perdurarán ante la portentosa ambición de las empresas y operadoras turísticas. En mi última vista a la isla Grande de Chiloé, el verano pasado, habían rayado una de sus iglesias. La poderosa cultura e identidad chilota está en riesgo, y no pocos lo advierten y le temen.

En cambio, en Valparaíso, se respira decadencia. La suciedad, los rayados, la brutal indolencia de sus autoridades y habitantes, la absoluta incontinencia de sus visitantes, dejan pálida la belleza de la escenografía de cerros y quebradas ante la majestuosa presencia de la bahía. El abigarrado trepar de casas multicolores en los cerros porteños sólo esconden mucha pobreza y una constante: precariedad y fragilidad. Valparaíso es el mejor retrato impresionista que uno pueda apreciar, si se dibuja bajo el pincel de un hiperrealista, sólo veremos tristeza. Sucede en Valparaíso que ya nada importa ni interesa y que todos aparecen resignados a su destrucción. Parece una tragedia griega urbana.

Cerro Placeres
Cerro Placeres

La fragilidad de los paisajes trasunta la poderosa capacidad de creación y destrucción que es el signo distintivo de lo humano. Esos paisajes que estamos destruyendo, tienen historia, tradición, hay cultura en ellos. Modificarlos radicalmente y finalmente destruirlos, no sólo afecta la naturaleza, ya de por sí serio y gravoso, sino que conduce al sinsentido de la propia condición humana.

Por eso, vale la pena detenerse y apreciar esa monumentalidad, sentirse pequeño ante su absoluta belleza y su terrible fragilidad. Quizás así aprendamos a preservarlos. 

Tal vez sea nuestra única herencia.

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Alguien comentó sobre “La fragilidad de los paisajes

  1. Excelente tema, excelentes ejemplos. El turismo se está convirtiendo en un grave problema mundial. Es paradójico porque aporta mucha riqueza, pero la excesiva masividad del mismo está haciendo que los tesoros arqueológicos, históricos, edificios y paisajes se pongan en riesgo. No se sabe hasta qué punto el palacio de Versalles seguirá con la misma capacidad para los recorridos de una masa en aumento. El tema de la basura y los daños que acompañan son tremendos: Basta ver a los cruceros que arrojan todo al mar (aunque hay leyes de protección). Muchos gobiernos latinoamericanos y del Caribe, no comprenden la importancia de limpiar de recoger desechos. Así, muchas islas caribeñas están colapsando en plásticos y aguas servidas. Las tortugas están desapareciendo en casi todas ellas. La paradoja es que las voces de alerta no son escuchadas. Todavía vivíamos creyendo que los puentes traen progreso, que el aumento desenfrenado de visitantes “es bueno”. No se toma en cuenta la contaminación, el corte de árboles para nuevas cabañas, el deterioro de edificios históricos, basuras. La paradoja y tragedia del exceso.

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