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Estamos en un período en el que la confianza en las instituciones se derrumba de forma brutal y lo que antes nos parecía inconmovible ahora no sólo está puesto en duda sino que hay cada vez más gente predispuesta a su desaparición.

Es lo que sucede con el poder político y con la Iglesia Católica.   Los índices de aprobación del Parlamento son bajos hace tiempo, el nivel de participación en las elecciones presidenciales inferior al 50 por ciento, pero lo que es novedad es que la Iglesia Católica cuente ahora sólo con un 49 por ciento de personas que se declaran católicos, acompañada de un 19 de apoyo y un 76 de desaprobación por la forma en que ha manejado las denuncias por abusos sexuales, cifra que se eleva al 96 por ciento cuando se trata de malestar por la protección a los abusadores.   Se suponía que había una baja, pero no que fuera tan fuerte.

Lo grave no es que las personas que desempeñen los cargos tengan este nivel de rechazo ciudadano, sino que su descrédito personal se ha trasladado al cuestionamiento institucional.   Puede no ser esta iglesia o este Congreso, pero alguien tiene que atender las demandas espirituales de la gente así como la necesidad de determinar las leyes que regulan la convivencia en la sociedad.

Lo que viene, entonces, es el vacío.   Así como se pide que la crítica esté acompañada de la proposición, la destrucción de las instituciones tiene que ir junto con la construcción de una organización nueva y eso no se ve, al menos en el futuro cercano porque la mayor parte de las energías parece utilizarse de preferencia en el ataque al que piensa distinto.

Se trata de un asunto especialmente peligroso además porque la tendencia a menospreciar a las instituciones que se hacen cargo del desarrollo espiritual o de la organización social puede trasladarse también a una negación de esas necesidades, y eso es particularmente serio porque, en el primer caso, se llegaría a una adscripción absoluta al materialismo y, en el segundo, a un predominio del individualismo que puede llegar hasta la anarquía.

La pregunta entonces no es si la democracia representativa o la Iglesia Católica deben perdurar, sino si el ser humano puede vivir en sociedad sin creencias espirituales ni un ordenamiento social.

La Iglesia Católica tiene dos mil años de existencia y el parlamentarismo poco más de dos siglos, lo que puede parecer mucho para la vida humana pero es una cantidad de tiempo ínfima en relación a la historia.  La evolución no se refiere solamente a la adaptación biológica al medio sino también al desarrollo de la especie, y eso depende de todos nosotros.

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