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Esconde la madrugada sangrienta
donde durmió, precarizado hasta la negación
con los bolsillos gastados igual que el hígado.
Porque el tiempo que debiera ya aconteció
recoge sus pasos y algo tiembla en los puntos
conceptuales de las pinturas coaguladas y allí,
simple de pájaro y con similar humildad,
pero con la madurez de la mecánica avanzada
planificó su muerte con soltura de basher.
Huye de mí que llevo un hacha y hasta veinte
años menos para derribar el bosque. El para
siempre es una mancha y parte del delirio.
En la incredulidad de los subtextos al que fue
destinado y los subterráneos del mundo
donde habitó -hasta enfermar de cosmos-
usurpó oscuridad para fines poco académicos
con los cuales si no podía construir una casa
al menos le ayudarían como autodefensa.
Aunque era la tarea más inútil que podía
enfrentar un ser humano, protegía los sonidos
musicales de los buitres evitando que le denegaran
su carta de ciudadanía y le obligaran a vivir en el silencio
total, del cual logró huir en dos oportunidades.
Evitando que no sucediese como estaba escrito
cambiaba días por vivir por sexo fácil. Disruptor,
punzante, irradia fluorescencia como la lectura
fragmentaria cuando camina instancias políticas
para torcer finalmente, su imagen contra el espejo.

En la única claridad, representa un bosque
que visita desde su re-niñez y maternaliza
el sonido del río sobre las piedras. Su musicalidad
-le dijo al médico siquiatra- cumplió el rol de madre
despojada. El sentido de honor era el matrimonio
con esa parte en movimiento de la locura
entre sus bellos ensambles, a la que llevaba
flores y duraznos. En los cuerpos codificados y sus leyes
de herencia, lo amaron como tal vez jamás imaginó,
sin embargo, nadie le escribió cartas de amor
como deseaba su fragilidad obscena y blasfemada
bajo los efectos de los colores cayéndose a pedazos.
Para bien o para mal, se hizo extraño de sí mismo.
Recolectaba sus pedazos tibios para volver
a instalarlos en sus débiles estructuras,
restaurando en parte el deterioro evidente.
Adicto a la heroína, exploraba disfraces para entender
el mundo. En medio de los policías antidisturbios
lucía con orgullo el espacio vacío de sus dientes
frontales. Siempre tuvo la seguridad que estaba
vivo bajo otra máscara y que la fotografía conceptual
era más que una manada de ovejas.

Alimentaba con su propia vida esa idea
que nunca pudo fotografiar. Ese era su arte
y su grafeno. Los curanderos inyectan heces humanas
como forma de curarle la luna a los sacudidos
por la medianoche que de igual manera
quedan en el camino. Su rabia fue un exabrupto,
una marca de fuego y una cruz. Desmorona las tumbas
que muestran los sistemas solares. Activó
-en su niñez- la muerte casi por casualidad,
moviendo involuntariamente las piezas de un juguete
metálico y la jeringa con su brazo izquierdo.
Dibujó grafitis en los edificios abandonados
para que no fueran vistos. Como sacrílego
escribió desde sus poros y pintó su sangre
como antirreligioso. Eran muchos rostros de piedra
mirándolo desde su rostro engrapado.
Esparció las cenizas de sus compañeros
muertos en los Jardines de la Casa Blanca
cuando recién comenzaba la exhibición.
En el éxtasis de su performance hizo volar
calcetines. Vivió el abandono y las relaciones
abusivas. Su madre le había inventado alas de seda.
Sin sutilezas a las cuales reverenciar
habitaba el espectáculo de la palabra
y su epicentro desde siglos. No seré
condescendiente con ningún hijo de puta que les dice
galanterías a los bastardos
. Siempre vivió
en la invisibilidad del Whitney Museum de Nueva York.
Para la utopía, la contracultura como forma de subversión
era una puerta herméticamente cerrada. Entre tanto
punto de fuga, el orden establecido
como inicio de partida permanecía inalterable.

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