Robert Campbell todos los días jueves va al Rick’s Bar de Duvall St. pensando que podrá replicar lo que vivió en su juventud, por allá en La Habana vieja, cuando aún estaba dominada por la mafia neoyorkina y la trenza del poder de Batista. Robert viajaba periódicamente a Cuba. Se dedicaba al comercio de licores y dicen los actuales vecinos y amigos y no tan amigos de Robert, que también a la provisión de mujeres a los millonarios gringos que pretendían a las tierras de Martí como un centro de diversiones. Una pequeña Disneyland para adultos. Historia conocida, que no vale la pena seguir relatando.
Dicen que en Key West, los estadounidenses quisieron crear un nuevo mundo, ahí donde nace el arcoíris, donde comienza el país, o quizás, donde termina. Ahí están por ejemplo, las mejores historias sobre el Presidente Truman, que rediseñó una antigua casona que se usó para los Generales en la Guerra con España, y la transformó en la residencia presidencial de invierno. Claro, era tan cálida la vida de ese pequeño cayo que muchos presidentes en la Guerra Fría se recluían en los peores tiempos, para refugiarse, y pensar, si es que algo pensaban, cuales serían las mejores estrategias para derrotar el perverso comunismo. Hoy, en el fin de la Historia, esa casona presidencial es un bello museo que no visita nadie.
En 1931, Ernest Hemingway adquirió una colonial casa construida 80 años antes, y se fue con su Pauline a vivir a Key West hasta 1939. Ahí, nuestro escritor admirable, instaló un ring de boxeo en su jardín. Ahí, nuestro escritor entrenó a decenas de jóvenes, y obviamente, aquellos sirvieron de sparring ante los conocidos uppercut de Hemingway. Ahí, instaló un viejo orinal del Sloopy Joe que sirven hasta hoy como bebedero de los cientos de gatos que son, sí, descendientes de los que amaba nuestro escritor héroe.
La casa de Hemingway sobrevivió al peor de los demonios: el huracán del Día del Trabajo. Era 1935. Y nunca jamás habían pasado eso. En verdad, nunca pasaría un desastre así. Fue irrepetible. Se destruyeron completamente Isla Morada, Tavernier y Marathon. Días después de la tragedia, encontraron un tren con cientos de pasajeros nadando en la podredumbre en Bahía Honda. Posteriormente, jamás reconstruyeron la línea férrea, pero sí, llevaron agua potable desde las marinas de Florida hasta los cayos. Pero como si fuese un cuento literario, la casa de Ernest quedó intacta. Hasta el día de hoy es el punto más alto de la isla – 4,6 metros sobre el nivel del mar – y dicen los mitos, que estaba destinado el lugar a transformarse en el espacio donde se construiría la primera piscina del cayo, que lo fue durante casi una década.
Robert Campbell nunca ha ido al Sloppy Joe’s. No va, porque dice que no irá jamás al lugar donde fueron los traidores a América. Acusó al escritor de ser comunista. Nadie le interesa si lo fue o no, pero ha sido y será su única protesta. Nunca le importó que Key West fuera donde escapaban asesinos, violadores o pederastas. Vivió incluso con un ex convicto de la Leavenworth de Kansas. El tipo jamás habló de sus crímenes, aunque se decía, había matado un compañero obrero de la textil por defensa propia. Eso decían. Daba lo mismo: se había convertido al metodismo y era un ferviente patriota. Al final de sus días, logró casarse con una bella mujer 15 años menor que él que tenía dos hijos. Murió un año después, en 1996, de un cáncer fulminante. Robert Campbell, tampoco se espantó cuando los hippies objetores de conciencia por la Guerra de Vietnam, escaparan hasta el último cayo de los Estados Unidos de América. Llegó a venderles habanos cubanos de contrabando. Después, observó como la isla se transformó en la capital del turismo gay, y en realidad se hizo muy amigo de Jack and Jack, una adorable pareja interracial que se transformó con los años en dueños de varios comercios de la Duval St. y la Eaton St.
Conocí a Robert – en febrero de 2017 – en el primer piso del Rick’s Bar, mientras cantaba con su torso desnudo un viejo country irreconocible, y era alentado por una decena de hombres blancos con arengas como si fuera barra brava. Robert, terminó bendiciendo parafraseando el nombre de Dios a todos los que estábamos presentes. Así nacía el arcoíris. Como una postal.