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En Agosto se cumplieron 50 años desde que en 1968 la “Primavera de Praga” fue abortada a sangre y fuego por la irrupción de las columnas de tanques y tropas del Pacto de Varsovia, que procedieron a invadir a una “peligrosamente osada” Checoslovaquia. La imagen de los blindados recorriendo las calles de Praga quedaron inscritas en la historia de la humanidad como una gran ignominia que intentó acallar los anhelos de libertad y democracia de un país que buscaba construir un socialismo diferente, un “socialismo con rostro humano” -sin censura, con libertad de expresión- en el contexto de un mundo tensionado por el orden bipolar que asoló al planeta durante la post-guerra y que imponían los dos entes que hegemonizaban la llamada Guerra fría.

Es así que tanto Estados Unidos como la Unión Soviética veían en los procesos de descolonización y en las luchas por la libertad de las naciones sometidas en el Tercer Mundo, una amenaza flagrante a sus deseos de dominio geopolítico en un planeta dividido por esa guerra no declarada entre un polo capitalista y un polo socialista “real”. En ese marco de conflagración inminente, cada una de las superpotencias intentaba mantener una parte del planeta bajo su esfera de influencia.

Por lo mismo, las posibilidades de construir un socialismo con otra cara y otros colores estaban vedadas en una Europa constreñida por la impronta polarizadora de la guerra fría. Con todas las salvedades y excepciones del caso, los golpes cívicos militares que asolaron a América Latina desde el año 1964- con la deposición de João Goulart en Brasil- solo vinieron a demostrar que la división del planeta entre dos zonas de influencia no permitía ninguna posibilidad para instaurar gobiernos con autonomía en relación a los principales contendores de ese conflicto no declarado.

La decisión férrea de mantener el control sobre una zona de influencia, significó que las tentativas de instaurar reformas democráticas iniciadas por el gobierno de Alexander Dubcek, con el apoyo mayoritario del pueblo checoslovaco, fueran vistas como un peligro inaceptable por Leonid Brézhnev y los burócratas del Kremlin. A pesar de haberse reunido solo 18 días antes para buscar una salida negociada a los arrestos libertarios del gobierno checoslovaco, la decisión de invadir ese país ya había sido tomada con mucha antelación por los países miembros del Pacto de Varsovia. La popularidad y el apoyo masivo del pueblo checo a la construcción de un socialismo con nuevo rostro, no fueron suficientes para disuadir a los soviéticos de los inevitables costos que tendría una intervención militar en ese país. El ajedrez geopolítico fue más fuerte y la izquierda democrática europea observó con estupor como una nación era sometida por la fuerza de las armas a seguir el camino trazado por aquellos jerarcas de Moscú que aún seguían encarnando los resabios de un Estalinismo que se recusaba a replegarse.

Tuvieron que pasar unos pocos años, para que, en 1973 desde el seno del Partido Comunista Italiano, su Secretario General Enrico Berlinguer, expusiera al mundo la tesis del “compromiso histórico”. Esta tesis que a partir de una inspiración gramsciana – Bloque histórico – propugnaba la conformación de una amplia alianza entre el conjunto de fuerzas que impulsaban las transformaciones estructurales necesarias e imprescindibles para avanzar hacia una mayor justicia social en cada país. Este pacto social se produciría por la convicción entre las fuerzas progresistas de la inevitabilidad de preparar el tejido unitario capaz de emprender los cambios a partir de un programa consensuado y pluralista que impulsara el saneamiento y la renovación democrática de toda la sociedad y del Estado.

Fue justamente a partir del intento abortado por el Golpe de 1973 de construir el socialismo por un camino democrático -la vía chilena– que Berlinguer reflexionó sobre las causas que llevaron al derrocamiento de la Unidad Popular, concluyendo que contar con una mayoría electoral y parlamentaria es condición necesaria, pero en ningún caso suficiente para emprender un programa de reformas que aspirasen a alterar las bases sobre las cuales se sustenta la dominación de las clases privilegiadas.

Con esta impronta, el Eurocomunismo vino a tomar distancia de los designios y mandatos emanados desde el PCUS y se planteó el desafío de transformar las condiciones socio-políticas, económicas y culturales de los países europeos que contaban con partidos comunistas relevantes a través de nuevas claves y estrategias políticas, que incluían la formación de consensos que ampliasen la base social de apoyo a las reformas que debían ser emprendidas.

En momentos en que una onda reaccionaria parece amenazar las democracias del mundo, la posibilidad de seguir apostando en una alternativa del tipo “compromiso histórico” o bloque por los cambios no deja de representar un horizonte deseable para las grandes mayorías que sufren las penurias de la precariedad, la exclusión y la miseria a la cual son sometidas cotidianamente.

Precisamente, el legado que nos deja la inspiradora experiencia checoslovaca después de 50 años de su violenta interrupción, se podría reflejar en la certidumbre de que todavía es posible pensar que, frente a la coerción de la libertad y el amordazamiento de la democracia, siempre va existir la posibilidad de levantar, con irritante tozudez, las banderas de un socialismo democrático, pluralista e inclusivo que nos permita aspirar a edificar un mundo más justo, libre y solidario.

 

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