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Era invierno. Mi casa estaba fría esa tarde en que corría un viento tenaz y porfiado.

Mi papá, en su escritorio. Yo escuchaba su máquina de escribir desde mi pieza con su golpeteo uniforme y luego sus silencios. Seguramente él leía lo escrito, arrugaba papeles, botaba y empezaba de nuevo. Yo decidía si salir o no ya que estaba a punto de empezar el toque de queda. Calculaba si lograría llegar a la casa de mi amiga Viviana, entregarle los papeles que ella necesitaba y luego volver a refugiarme a mi cama. Solo quería arroparme, dormir, olvidar.

Ahí fue que sonó el timbre. Me levanté a mirar por la ventana y vi a Fernando y su pelo ensortijado. En medio de la noche brillaron sus dientes blancos. Corrí, feliz a abrirle. Hacía un tiempo que no lo veía. En la puerta lo abracé mucho sintiendo su calor de siempre. Mi corazón decía: “Sigues vivo, primo de mi alma, sigues vivo.” Nos miramos y nos dio un ataque de risa por nada, solo por el placer de vernos. Fernando mi primo amado.

Pero el no venía a verme, venía a hablar con mi papá.

Necesitaba su máquina de escribir para redactar documentos.

Necesitaba dos días de refugio en la casa. Estaba siendo buscado.

Lo necesitaba.

No sé qué pasó en el secreto de ese escritorio.

Fernando salió rápido, sin despedirse. Se le quedó el abrigo.

Escuché sus pasos, la reja que se cerró de un golpe.

Ya había comenzado el toque de queda.

Bajé corriendo las escaleras, nadie podía detenerme porque yo amaba a mi primo Fernando.

Lo alcancé en el corazón de la noche, a mitad de cuadra, adentro del silencio. Dijo palabras vagas. Nos abrazamos fuerte y él se soltó de mis brazos y se perdió en medio de la calle. En la esquina levantó la mano en señal de despedida.

A Fernando no lo vi nunca más. Sólo me quedó su abrigo.

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2 Comentarios sobre “Un abrigo que se quedó en mi casa

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