Compartir

Los sucesos en el Internado Nacional Barros Arana son la demostración perfecta de la inexistencia de voluntad de diálogo, así como de la polarización a la que se ha ido arrastrando nuestra sociedad en los últimos años.

Para unos es inaceptable que los estudiantes ataquen a la policía, poniendo en ocasiones en riesgo la vida de los uniformados, y esa posición es legítima; para otros, en cambio, es intolerable que la policía se pasee por los patios del liceo apresando y golpeando estudiantes sin causa conocida, y ese reclamo es igualmente válido.   Hay un empate en la violencia y en los argumentos que se parece demasiado a la vieja disputa respecto a la primacía del huevo o la gallina.

El problema, sin embargo, no es la violencia, que es en sí una urgencia que debe resolverse con inteligencia.   El problema surge desde el momento en el que la cultura individualista en la que estamos inmersos hace posible que las personas se crean dueñas exclusivas de la verdad, lo que va acompañado del proceso de negar toda validez al argumento de quien disiente de nuestras opiniones e incluso a quien opina, y eso comenzó cuando se hizo legítimo robar el pan del prójimo porque se tiene hambre.

El trasfondo es cultural y requiere soluciones en el mismo nivel.   Cuando un político sostiene desde la oposición que hay que escuchar a los estudiantes y cambia su discurso al asumir en el Gobierno, tratando a los estudiantes de delincuentes disfrazados lo que se interpreta es que no ha habido inteligencia sino cálculo político.

Por otra parte, la idea de darle protagonismo al movimiento estudiantil es popular pero no puede ser extrema.  Se trata en el caso chileno de jóvenes que nunca han tenido formación cívica, que no votan cuando pueden hacerlo y carecen de la madurez emocional para entender que sus necesidades, siendo efectivamente muy importantes, no son las únicas que tiene el país.

Pero la postura contraria de negarles derechos y suponer que basta con la persecución a las personas que muestren signos de desobediencia no es sólo iluso y cercano a las distopías tan características del cine y la literatura, sino que provoca que la rebeldía inicial, que podría ser canalizada por medios pacíficos, se convierta en una expresión violenta que sólo puede ser enfrentada con violencia.

Es evidente que el camino del diálogo requiere reconocerse en el otro, aceptarlo, validar sus opiniones y allanarse a buscar un punto razonable de entendimiento.   El problema es quién da el primer paso, y la lógica indica que debe hacerlo quien tiene la madurez para establecer un escenario en el que se entiendan esas condiciones básicas, y eso lleva a repetir el empate pero en la carencia de habilidades.

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *