La probable elección de Jair Bolsonaro como próximo Presidente de Brasil es, antes que todo, un síntoma del estado de declive de uno de los gigantes de Latinoamérica en el que, tras una seguidilla de escándalos, fundados o no, se ha minado la confianza del electorado.
Ciertamente es peligroso un escenario en el que cualquiera que prometa revertir las condiciones de corrupción pueda conquistar la adhesión del electorado, porque no es en rigor un candidato con una propuesta concreta, sino que ofrece una batería de frases hechas para contentar al votante promedio. Eso es populismo.
Se ha hecho mucho escándalo con la posible elección de Bolsonaro y se le ha acusado de todo tipo de posiciones contrarias a lo que se considera civilizado en el Siglo XXI, pero en rigor es un personaje que pudo ser prevenido a tiempo, si se le hubiera prestado atención. Electo como diputado con la primera mayoría en 2014, desde que inició su carrera política hace casi 30 años ha pasado por nueve partidos políticos. Era evidente que estaba esperando su momento.
Con un discurso conservador y nacionalista, responde a lo que los brasileños desean, cansados después de 15 años de gobierno liderado por el Partido de los Trabajadores en los que hubo avances objetivos así como escándalos por distintos casos de corrupción que, ciertos o no, han producido un distanciamiento con los votantes.
Es importante considerar que el electorado es esencialmente voluble porque no es lo habitual que las personas militen en un partido político ni que voten siempre por candidatos de la misma tendencia. No es sorpresa entonces que la gente cambie de opción, y es de hecho esperable si hay síntomas previos de cansancio. En ese sentido, se puede sostener que Jair Bolsonaro es hijo de su época y que sus padres no son la homofobia o el nacionalismo sino la ineficiencia y la corrupción de sus oponentes políticos.
Es normal que cualquier sector político se crea con el derecho a mantener el poder indefinidamente una vez que lo ha alcanzado, pero la confianza del electorado es en esencia una emoción que tiene que cuidarse en el tiempo, cumpliendo promesas, limitando las expectativas desmedidas y con una férrea disciplina para evitar cualquier aprovechamiento que dañe la imagen de quienes ostentan el poder.
El problema es cuando no se actúa con la responsabilidad de evitar el surgimiento de populismos, porque en esos casos es completamente inútil denunciar al nuevo candidato de los peores defectos reales o imaginarios porque son, en definitiva, los defectos propios los que han permitido su surgimiento, y eso puede ocurrir en cualquier país.