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Nos encontramos hoy en día en una situación políticamente difícil, dada la correlación de fuerzas entre Gobierno y oposición, con un Ejecutivo ocupado claramente por los partidos de derecha y centro-derecha reunidos en Chile Vamos, con una votación nacional del 54,5% y una abstención del 53,4%, y un Parlamento con la misma abstención, dominado por una oposición fraccionada en varias corrientes, en donde las fuerzas oficialistas lograron 72 diputados de 155 y 19 de 43 senadores.

¿Qué significan estos números?  En términos simples, que el Gobierno del Presidente Piñera no puede hacer nada que signifique la aprobación del Congreso sin negociar con la oposición, y que la oposición puede criticar, reclamar,  denunciar, lamentar todos los días por lo que hace el Ejecutivo, pero no puede interferir ni tomar la iniciativa.

Es un empate.  Un empate sin definición a penales ni árbitro que vele por el juego limpio.   ¿Qué se puede hacer en estos casos?  Simplemente lo que se está haciendo:   Buscar convencer al público que la realidad es de un color determinado, distinto al que afirma el contrario, y el adversario naturalmente hace lo mismo con otros colores.  Cada actor recurre, si lo considera necesario, a las trampas necesarias para ganar un pequeño espacio de ventaja que puede perder al día siguiente, cuando sea el otro el triunfador del debate del día.

El problema de este escenario es que una parte de la ciudadanía se confunde entre tanto mensaje contradictorio y termina creyendo lo que conecta mejor con sus emociones, porque en definitiva ese el nivel de la racionalidad que se emplea para los mensajes masivos en un ambiente de confusión.

La otra parte de la ciudadanía, por el contrario, se siente cada vez más desconectada con la actividad política y aunque tenga una opinión formada sobre la realidad, tiende a distanciarse hasta de sus dirigentes más cercanos porque siente que no vale la pena preocuparse del asunto y porque, en el fondo, han terminado por sospechar acerca de la probidad de los suyos porque se dicen tantas cosas que alguna podría ser cierta.

Mientras sigamos en esta condición de empate, gran parte de los esfuerzos que podrían dedicarse a impulsar las transformaciones que requiere el país para mejorar la calidad de vida de todos sus habitantes, se va consumiendo irremediablemente en el debate diario, sin más pretensiones que raspar un poco la armadura de dignidad del contrincante para recibir un poco del prestigio que se le arrebata, sin considerar que la reputación es algo que se gana con trabajo y no con trampas ni trucos sucios aprendidos de un manual inspirado en las enseñanzas de Maquiavelo.

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