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Después de almuerzo siempre íbamos al estanque verde esmeralda, donde se suponía se encontraban los peces más grandes y gordos de toda la localidad. Era una circunferencia rodeada de arbustos a la que uno no debía meterse nunca, pues podía ser succionado por algún túnel subacuático que nos llevaría río abajo y desde su cauce turbulento a la China. Se decía que era tan profundo que los peces que lo habitaban eran ciegos y sin colores. Mi amigo y yo, siempre llevábamos un par de carretes con suficiente hilo, como para que las carnadas exploraran sin problemas aquel fondo infinito. Y ahí nos sentábamos en el pasto, entre una hierba amarilla que nos tapaba por completo bajo el sol. Por eso, cuando en el único almacén, vi aquel sombrero de paja, le rogué a mi padre que me lo regalara. Así, todas las tardes con una canasta con pan con mermelada de mosqueta, íbamos a sacar los famosos peces que en la noche arderían con mantequilla en una paila de gitanos en la cocina a leña. Lo único que perturbaba mi pacífica estadía en el estanque, eran los ladridos del perro lobo, encerrado en una jaula de madera a pocos metros de allí. De todos los años que fuimos nunca pescamos nada. Y crecimos a tal punto, que sentados, la hierba ya no nos cubría más que las rodillas. Mi sombrero de paja se fue deshilachando y un día cualquiera, con una piedra en su interior, lo tiré para verlo hundirse formando un pequeño remolino. De mi amigo no recuerdo ni su rostro. Al parecer, el estanque no era sino una poza que se llenaba con las cascadas que bajaban desde las cordilleras negras, y que luego continuaba drenando subterráneo hacia el camino de tierra frente a la casa. Los carretes aún los tengo, envueltos en una bolsa plástica. Desde que tuvimos que escapar, jamás volví a aquel lugar. Lo último que supe fue que el padre de mi amigo nunca fue como nosotros, sino un tipo que, al almuerzo, mientras el perro lobo no paraba de ladrar rabioso, esbozaba una sonrisa al saber que algunos vecinos habían terminado flotando por el río, ese que se suponía llegaba a la China.

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Alguien comentó sobre “El Estanque

  1. Que buen relato. Es como la pérdida de la magia infantil, donde todo se ve grande y extraordinario. El final es sugerente, da que pensar. ¡Me gustó!

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