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Nubes oscuras se apelotonaban contra la cumbre de la montaña. Los nubarrones negros se habían apiñando ahí durante la mayor parte del día. Desde temprano, el estrecho valle de ese pueblo costero se rellenó de sombras. Al atardecer destelló el primer relámpago y detonó el trueno. Su sonido rebotó en las faldas de los cerros que rodean la pequeña bahía. Destripadas por ese estallido las nubes se derramaron.

Entusiasmado, le propuse a mi hija salir a caminar bajo la lluvia. Mal protegidos por unos sombreros que el viento trataba de quitarnos recorrimos el camino que bordea el pie de esos cerros. En las laderas el bosque se agitaba. Los grandes pinos se cimbraban y crujían; sus copas verdes y los lechos de agujas rojizas, se abrillantaban. Un enorme eucalipto se debatía tironeado por los ventarrones que le arrancaban largas tiras de corteza seca. De sus ramas caía una granizada de pequeños frutos fragantes y duros.

Cruzamos el puente de piedra sobre la quebrada. Las aguas que escurrían de los cerros vecinos convergían en esa cañada que empezaba a llenarse. El arroyo seco despertaba. Los matorrales y las zarzas no nos dejaban ver la corriente pero oíamos su fluir cada vez más hinchado. Bajo el dosel del bosque la lluvia se espesaba, cayendo en goterones pesados y ruidosos.

De pronto, subiendo desde el fondo del valle nos llegó un quejido grave y doloroso. Fuimos a ver lo que ocurría con la angustia de un presentimiento. Abajo encontramos un viejísimo ciprés de la cordillera, oxidado por el tiempo, desplomado cuan largo era sobre la calle. Medía unos veinte metros de alto, por dos metros de diámetro en la base. Durante décadas, quizás durante un siglo, escoltó uno de los accesos al camino de la playa. Este ciprés llevaba varios años agonizando, pero había seguido de pie hasta ahora. Su tronco ennegrecido y sus ramas cobrizas, apenas teñidas de verde en los bordes, perseveraban en sus obligaciones con el paisaje, con los pájaros, con la sombra.

Pero ya no pudo más. Este último temporal fue demasiado para el ciprés. Una racha de viento traicionero, soplando de tierra a mar, lo derrumbó dejándolo atravesado en el camino. Su caída podría haber causado un accidente si alguien hubiera pasado por ahí en ese momento. Pero hasta para morirse este árbol viejo fue fiel y prudente. Avisó que se venía abajo con ese largo crujido de maderas astilladas que se oyó por todo el valle. Quienes lo vieron dicen que luego cayó de bruces lentamente. Sus enormes raíces quedaron al aire dejando un cráter. La lluvia lavaba el barro de la raigambre. El árbol devolvía al suelo, sin demora, la tierra que lo alimentó.

En el pueblo todo el mundo se enteró de la muerte del viejo ciprés. Y no fue porque la caída de un árbol más, durante un temporal como este, sea una gran noticia. Ocurrió que al desplomarse el pesado árbol arrasó con un poste del tendido eléctrico. Y sus cables, antes de cortarse, arrastraron otros dos postes dejándonos toda una noche sin luz.

Quizás fue un acto de justicia. Desde que lo pusieron frente al ciprés ese poste de concreto gris afeaba y hasta se diría que ofendía al orgulloso mandatario del bosque. Además, varias de sus ramas fueron taladas para abrirle paso a los alambres negros de los que dependemos tanto. Con razón este árbol anciano, en su última hora, se vengó de esas afrentas dejándonos sin energía durante una noche de tempestad.

Una cuadrilla de operarios vestidos con impermeables amarillos chorreantes estaban ahí para intentar reparar los estropicios. Dos de ellos armados con motosierras se montaron a lomos del ciprés muerto. No quisimos quedarnos a ver lo que vino después.

De vuelta en casa mi hija y yo encendimos unas pocas velas y prendimos la chimenea para calentarnos. Afuera, en la oscuridad de la noche, el temporal continuaba. Cada vez más fuertes, las ráfagas de viento ametrallaban de gotas el tejado y empujaban cortinas lluvia contra las ventanas. Ningún aparato eléctrico funcionaba. No habíamos tenido la precaución de rellenar las baterías de los celulares antes del temporal y estos, uno a uno, se apagaron, como las velas.

Pero en la chimenea ardía un buen fuego y teníamos bastante leña seca para alimentarlo. Durante esa noche, aislados del mundo, mi hija adolescente y yo conversamos como hace tiempo que no lo hacíamos. Cortarnos la luz fue el último regalo que nos hizo ese viejo ciprés.

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2 Comentarios sobre “El ciprés

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