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Los tiempos han cambiado y aunque sigue siendo útil el lanzamiento de un misil sobre las bases del enemigo, es evidente que el manejo de la información es ahora el campo de batalla sobre el que desenvuelven las luchas entre las potencias.

Venezuela es un ejemplo perfecto.  Las versiones sobre lo que sucede son tan contrapuestas que es casi imposible asumir una posición intermedia y mesurada.   O se está con uno de los bandos o se está con el otro, y decidir la postura correspondiente significa desconocer cualquier situación que favorezca al adversario.

Es evidente que cada cual tiene sus propios medios de información (propaganda, en este caso) para convencer a la opinión pública de las bondades propias y de las bajezas ajenas.   La principal condición para que estos medios cumplan con su utilidad es precisamente que no sean percibidos como armas en la batalla, y eso es lo que hacen las redes sociales cuando replican los mensajes sin cuestionar su origen ni su intencionalidad y ayudan a darle un cariz de legitimidad.

La mentira sobre los hechos no es tal cuando se convierte en una expresión de fe que no admite el juicio de la racionalidad, y eso no ocurre sólo en Venezuela sino que también se produce en muchos ámbitos, en donde la simplificación de las verdades aparentes se incrusta en las mentes de las personas como verdades reveladas que no se cuestionan.

Cada vez que un asunto de interés para el público se ve forzado a este tipo de polarización es necesario preguntarse por las razones de ese fenómeno, que puede ir desde la política internacional hasta el fanatismo por un equipo de fútbol o por una figura de la música.   Hay que dudar de los títulos de las informaciones y de los resúmenes de la televisión y la radio.   El ciudadano que desea estar de verdad informado tiene que cuestionar todo cuando un asunto parece ser sospechoso de haber sido manipulado.   Decir que nada es inocente no significa necesariamente que toda la prensa sea parte de un malévolo plan para conquistar las consciencias del público porque, al igual que las personas, los medios muchas veces transmiten información sin hacer el juicio crítico sobre lo que comunican.

Esa tarea está reservada para la audiencia, la que nunca ha sido formada en el desarrollo de las habilidades para distinguir una mentira de una verdad, sino para consumir los datos que se le proporcionan sin pasarlos por el filtro de la racionalidad, pero cuando se llega al punto en el que la gente no tiene tiempo para procesar la información es fácil concluir que se ha llegado al momento en el que se cree lo que se quiere creer y esa es una responsabilidad grave y compartida por todos.

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