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“It’s gone!” (¡Se fue!) exclamó mi esposo cuando doblamos la curva y nos encontramos con los escombros de lo que alguna vez fue una gran maestranza minera. Cada vez que viajábamos a Pensilvania, aquel elefante dormido nos daba la  bienvenida al doblar esa curva. El edificio había sido uno de los ejes del carbón en Lehigh Valley. Sus ladrillos manchados de hollín, las ventanas rotas y la silente cinta transportadora, simbolizaban el antiguo esplendor de la antracita. El abuelo de mi esposo había sido uno de los numerosos inmigrantes procedentes de Europa del Este, reclutados a fines del siglo XIX para trabajar bajo tierra en aquellas montañas todavía habitadas por osos. La maestranza de la curva era el hito de muchas generaciones. Coincidía con el auge ferroviario y con el desarrollo de las comunidades italianas, irlandesas, griegas, rusas, alemanas y eslovacas, cuyas coloridas tradiciones iluminaban las efemérides mineras de Pensilvania. Aquel año, acababa de ser demolida. Uno de los últimos vestigios del carbón desaparecía para siempre.

Un casco minero de Pensilvania y otro de las minas de Arauco
Un casco minero de Pensilvania y otro de las minas de Arauco

El carbón de Arauco

Su exclamación “It’s gone!” me remontó a mi propio pasado en Chile. Evoqué mi infancia en las minas de carbón de Arauco. Una actividad centenaria, que al cerrar también dejó una reguera de edificios vacíos, trenes oxidados y galpones donde los fantasmas se negaban a marcharse.

Al igual que el abuelo de mi esposo, mi padre fue un inmigrante. Zarpó desde su Cataluña natal para remontarse a Sudamérica. En Santiago de Chile conoció a mi madre en una de esas alegres casualidades con las que Dios sorprende a los mortales. Su historia de amor comenzó en las escalinatas del Cerro Santa Lucía y culminó en los fríos bosques de Arauco, pues mi papá había aceptado un empleo en la Compañía Carbonífera Lota-Schwager. Las faenas de esta empresa explotaban un rico manto de antracita, cuyas venas negras serpenteaban bajo el subsuelo del océano Pacífico. Entonces, esos túneles eran una obra de ingeniería muy apreciada, puesto que necesitaban de una estructura especial para luchar contra la presión telúrica del mar.

Miguel Clemente junto a su hermana Carmen y su padre, Pedro, poco antes de embarcar en Barcelona rumbo a Sudamérica buscando nuevos destinos.
Miguel Clemente junto a su hermana Carmen y su padre, Pedro, poco antes de embarcar en Barcelona rumbo a Sudamérica buscando nuevos destinos.

Infancia en Lota

Mi hermana y yo dimos nuestros primeros pasos en Lota, pueblo de pintorescas casas emplazadas sobre colinas. La brisa olía a hollín y a pan recién horneado. Arrastraba además, esencias de  eucaliptos y de algas secas, que las olas arrojaban sobre la arena. La mejor vista se lograba desde el cementerio. Allí, vigilaban el descanso eterno, viejos pinos que habían sido testigos de la derrota española bajo las lanzas de los bravos indígenas Mapuches. Algunos  mausoleos rememoraban trágicos accidentes. La mayoría, sin embargo, eran humildes sepulcros destinados a los ancianos muertos por la silicosis, enfermedad que corroía los pulmones hasta la asfixia. Para el Día de Todos los Santos, los deudos cubrían el camposanto con mantos de pétalos blancos cosechados desde rosas, camelias y arbustos “Copitos de nieve”, abundantes en la zona. Sobresalía la tumba del escritor Baldomero Lillo, cuyos relatos sobre las crudas realidades del carbón, siguen haciendo llorar a los estudiantes chilenos desde 1917.

Vivíamos en la calle Parque Luis, que descendía en suave pendiente hasta el pique principal. Para nosotras, era normal que el día se dividiera según el ulular de la sirena que marcaba los turnos. A veces, mi papá nos llevaba a ver la maestranza, muy parecida a la de Pensilvania. Era el sitio donde se desempeñaba como electricista, aunque también le asignaban tareas en las oscuras entrañas de la tierra.  Antes de entrar, lo acompañábamos a revisar los  respiraderos de la mina. Cada vez que abría una de las puertas, un chiflón de aire tibio nos hacía creer que era la respiración del Miñche Mapu, una deidad de la “tierra de abajo”, que los Mapuches mencionaban con respeto.

Entre luces, cables y poleas

En la maestranza palpitaban paneles con luces de colores y chirriaban voces entrecortadas, informando detalles de la faena subterránea. Temerosas, nos aferrábamos a las manos paternas al acercarnos a los cables de acero, los que giraban en torno a grasientas poleas de todos los tamaños.  Cada cierto tiempo, emergía un carro cargado de carbón, el cual detenía su rodar en una plataforma donde era volteado mecánicamente para arrojar su contenido en la boca de un buzón. Adentro, las fauces de las chancadoras trituraban las piedras hasta convertirlas en una compacta arena negra, la que caía en cascadas sobre una cinta transportadora. Con mi hermana nos preguntábamos cuál sería el destino de aquella cinta sin fin. Solo conocíamos las pilas de carbón doméstico, que todas las casas poseían. Era la energía negra que mantenía funcionando las grandes cocinas de fierro, donde siempre hervían ollas plenas de sopas y el típico Charquicán, hecho con papas, carne, zapallo y un huevo frito para tentar a los niños desconfiados.  Las cocinas eran el lugar predilecto de las familias. Allí se sorteaba el gélido clima  invernal, se conversaba un matecito o se bebía té escuchando los programas de Radio Minería.

Típica cocina sureña. Pintura de María Pilar York
Típica cocina sureña. Pintura de María Pilar York

Llegó el año del adiós

Antes de regresar, mi padre nos llevaba a ver el retorno de la cuadrilla. Esto ocurría a los pies de la torre del ascensor, cuya silueta se erguía sobre el cielo anaranjado del atardecer. Desde las alturas emergían las luces de los cascos, semejantes a luciérnagas nocturnas. Luego, llegaban los mineros. Salían impregnados por las pegajosas negruras de la veta. De allí, se iban a las duchas y luego a sus hogares. Junto a mi padre caminábamos en subida hacia Parque Luis, el mismo trayecto que los trabajadores hacían cada jornada. Entonces los perros Calleuque y Chupilca, centinelas de las calle, salían a saludarlos,  olfateando sus bototos y loncheras.

En abril de 1997 la rutina cambió. Esa tarde primaveral, la sirena ululó anunciando el fin del último turno. Cuando el ascensor se abrió, lágrimas negras corrían por las mejillas de los mineros. Sabían que nunca más regresarían. Hubo un largo silencio en los túneles vacíos. En menos de tres días, desde la superficie se escuchó el rugir de las implacables aguas del Pacífico inundando la colmena subterránea, incluyendo la abnegada locomotora, grúas y herramientas.  Luego, todo terminó… “It’s gone!”

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Alguien comentó sobre “Lágrimas Negras ¡Adiós a los mineros del carbón!

  1. Lindo Pily !!! No había tenido la tranquilidad , para leerlo completo.
    Que emoción que las historias de vida de los dos, tengan tanta similitud.
    Realmente sorprende .
    Te felicito, un gran abrazo

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