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Primavera

Lo conocí cuando el sol secaba la humedad, como las sábanas al calor incipiente se evaporaban,  y yo miraba el vapor emanando de su tronco con  los casi invisibles brotes verdes, que aparecían entre sus ramas, y crecían redondos, un poco a poco en cada día, haciendo la distancia entre el invierno y la primavera, imaginaria.

Es al final del invierno cuando las yemas comienzan  a hincharse, haciendo los inicios del centro de la flor, ciudad de presentimientos y justo me brotaron ciertas cosas invisibles que, como rosario  de esporas o designios,  se anunciaban bajo mi vientre,  o adentro del latir del cuerpo, presagiando.

Me senté a conversarle por primera vez en primavera,  le hablé de mis brotes también, de los brotes que desde un invierno que creía eterno, por un instante de relámpago, habían iniciado su camino sin retorno a la explosión, y el ciruelo temblaba al movimiento exacto de un respirar.

Recibí bajo su sombra la confirmación de nuestro primer lenguaje,  de ciruelo a pasajera, de vagancia con ruinoso,  de ser viviente a ser viviente, con respuestas de viento y ritmo, algunas sutilezas como crujidos justos, tactos, voces adentro, aunque todavía  no deletreaba las frases  enteras de sus voces, la comunicación necesitaba tiempo, además que,  los colores de tarde en las nubes y los cambios climáticos eran fenómenos difíciles de concebir,  para poder admitirlos como su lenguaje de diálogo , como el de un  espíritu manifestando,   corazón de cuesco,  pero  sí,   el ciruelo me respondió  de diversos modos, hasta que confirmó el renacimiento con las flores,  tantas flores brindándose en la nevada espumosa de pétalos y todas esas flores,  flores quedándose en una polera negra y una camisa blanca.

Así el ciruelo era espuma y la novia,  visitada. Hasta que el viento se encaprichó con sus pétalos y los hizo deslizarse o explotar y aparecerse en todos los lugares posibles del cabello, las almohadas y las escaleras caracol de una torre de poeta,  para dejar al descubierto, entre sus ropas y nervaduras, las pequeñas esferas cerosas incipientes,  futuro color y sabor de ciruela misma.

Manzano en primavera. Fotografía de Mauricio Tolosa
Manzano en primavera. Fotografía de Mauricio Tolosa

Invierno

Lo miraba cuando las ramas estaban sin hojas. Se mojaba  el ciruelo parecido a la  paciencia, chorreando  lluvia  y  dejándose mirar  impúdico. En invierno y sin hojas, su desnudez gritaba  demasiado y yo. Abrigué  una extraña  vergüenza de ese poco  recato en sus ramas, solas,  temblando y mojadas, curvándose con el pulsar  penetrante del  viento, mostrándole sus orificios descarados, sus nudos imperfectos, expuestos, siendo enredada  su melena grisácea enramada al contraluz con el cielo y  una textura de rasguño en el tronco.

Se dejaba erosionar por el roce, que hiciera  lo que quisiera, el clima, el tiempo, un gato que lo trepaba  o lo que afuera surgía, del arriba o alrededor,  consentía el ciruelo,  inclinado, sometido, persistente en su acatamiento, y  no parecía humillado.

La incómoda cosa pecaminosa del ciruelo  en su desnudez me sobrecogió de intimidad inesperada,  algunas transferencias infantiles  y un reflejo repentino donde el inconsciente estaba molestándome, sin atreverme a reconocer que había olvidado  mi propio tronco,  mientras estaba columpiándome en  las ramas, con  ideas de incredulidad, claustro, inmerecimiento y trascendencia espiritual.

La sensación detrás del pudor  cubría al  miedo, que se las ingeniaba para  aparecer en pesadillas con piratas pata de palo que llegaban al patio mostrándome corazones y calzones, miradas libidinosas  y piedras que golpeaban  la ventana.

Hasta que estuvimos solos, el ciruelo conmigo, sin mariposas ni hormigas, ni siquiera la luna para poder abrazarlo  entera y mío entero, imitando  su entrega, prodigándome  yo bajo la lluvia como él, sin hojas tampoco, sola apretada a su aspereza,  en la noche que murmuré mi secreto y mi verdad,  estilando y acatando, inclinada  también ante la sombra.

Ahí él ya me estaba escuchando, ahí él ya me quería, aunque yo no lo sabía.

Manzano en invierno. Fotografía de Mauricio Tolosa
Manzano en invierno. Fotografía de Mauricio Tolosa

Otoño

Nunca hubo tanta poesía como esas hojas ocres de aquel tiempo. Crujía la vida, bajo los zapatos duros, crujían las cáscaras propias con su dolor de nacer,  mientras  se escuchaba cuando en la noche caía hasta una hoja tintineando.

Las veredas tenían café y amarillo. El latido  vital era todo y las hojas adquirían forma de esfinge.  Y en esas horas, el ciruelo dijo con palabras que escuché, que aceptara ser feliz, así textual, pero sin sonido alguno.

Creer que un ciruelo me escucha y además, me habla,  es entrar en el lado indemostrable. La vida regala milagros, susurraba el ciruelito y se podía ser feliz, rumoreaba, volver a creer,  caía la hoja caderona, bamboleándose primorosa,  sentir el mensaje, confirmando,  la brújula de un árbol en las bifurcaciones.

Iniciar el camino a la paradoja y a lo incomunicable, respirando  aire desbordante y solitario. Los opuestos son imanes y gemelos donde existe otro lugar.  Ahí no hay bordes, he saltado la lógica, sola a lo inoponible con su aroma a destino y sinfonía. Y el único amigo es un ciruelo sencillo y crujiente de hojas, cafés o amarillas, conteniéndolo todo sin cedazos.

Solamente se escucha lo rumoroso crujiente de esa tarde, abriéndome la cáscara, inmigrándome, como el pájaro rojo que se detuvo en sus hojas de ciruelo a mirarme inmóvil con sus ojos fijos de silencio o plenitud.

Manzano en otoño. Fotografía de Mauricio Tolosa
Manzano en otoño. Fotografía de Mauricio Tolosa

Verano

Justo después de la visita del ensueño.

El mandato de demolición fue tajante y brusco.  Así como las partidas crueles y las despedidas rudas.  EL amado ciruelo sería amplio y cómodo estacionamiento de un edificio. Ahí sus ramas, donde leí los poemas de mi callejón en voz alta y supe que él me oía, ahí, serían taladradas, y sus raíces encementadas, tapiadas, para que no volvieran a surgir impulsos de su vida a la superficie.

Así como reprimiendo, asesinando, cortando, de raíz. El desierto llegó con su aridez a todas las piezas. El calor amargo resquebrajando, la infinitesimal arena de la impotencia. La desesperación de  perder lo tan amado, la separación inevitable, lo imposible, imposible, la muerte, la despedida que no se quiere tener jamás. Pero el ciruelo no había escuchado la noticia y seguía erguido pujando con su savia el fruto multiplicado del acrecentado corazón,  creciendo en ciruelas dulcemente ácidas.

Lo abracé llorando y le conté. Van a matarte, amado mío y no puedo impedirlo. Perdóname.

El desierto me crecía infinito y el ciruelo me miraba con ojos de animal comprendiendo, y respiraba en un vaivén de ciruelas recién nacidas, latidas todas, cada una, parida, y hojas verdes.

Le encomendé nos cuidara a mi alma y su secreto desde el lugar de los espíritus donde van  los árboles muertos y son consejeros,  ángeles, entes dulces con pelo largo  transparente y le hice una promesa a mi ciruelo, de no olvido, de no olvido reiterado  y de  mucha mermelada de ciruelas, solas o con canela o con nueces en frascos de vidrio y un poema, en su nombre, pegado con besos, multiplicándolo, en el nombre de su vida generosa asesinada por los raptores constructores y  los engranajes de sus máquinas.

Y la entrega a la muerte, entonces, al destino del ciruelo y al mío, al dolor, a la agonía en un verano desmayado de evocaciones irreemplazables y besos sueños destrozados de  novia ciruela entre  corolas, coronada  de casualidades y paradojas,  tensando la agonía de cuerdas, estirándola como violín hasta la muerte del ciruelo que antes de morir respondió con el milagro de la multiplicación de las ciruelas que brotaban,  brotaban,  después de ser cosechadas en pocas horas, volvían,  si, brotaban maduras y fragantes para que yo hiciera tanta mermelada como tanta mermelada hice en su memoria tan aún llevada, ciruelo, fantasma mío.

Manzano en verano. Fotografía de Mauricio Tolosa
Manzano en verano. Fotografía de Mauricio Tolosa

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2 Comentarios sobre “Las cuatro estaciones de un amado

  1. Es un tributo muy hermoso. Y creo que ponerse a mirar con tanta profundidad y constancia un árbol, es un ejercicio de humildad muy noble. Están vivos, aman, los enseñan, nos guían.
    Muchas gracias

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