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Por estas fechas, fines de verano, mi padre nos llevaba al campo a recoger moras. Yo fantaseaba que lo hacía especialmente por mí, porque yo adoraba esos frutos pulposos y blandos, dulces e intensos que pintaban las bocas, y posiblemente, me entusiasmara también el desafío de cogerlas, el riesgo del rasguño y la recompensa convertida en mermelada, al día siguiente.

La citroneta setentera se encaminaba desde el amplio garaje de la casa esquina, en el barrio Independencia, hacia la panamericana norte, en dirección a Colina. Otras veces, al ritmo estrepitoso de sus amortiguadores duros y gastados, íbamos al Cajón del Maipo o nos internábamos por sendas rurales. Yo me entretenía en contar las líneas interrumpidas del camino o me iba leyendo los letreros en las calles, todos y cada uno, por eso tengo todavía en la retina una memoria de afiche de esos años, algunos imponentes, sobre los edificios; otros pequeños, anunciando productos o nombres de las tiendas, o fábricas e industrias que ya no existen. Se hacían cada vez más precarios, a medida que el paisaje se volvía rural, y aparecían las pizarras escritas con mala letra y peor ortografía que anunciaban la venta de huebos, sangushes, tortillas de rezcoldo y cosas así, en las puertas de los campos o en las ramadas improvisadas sobre el camino. No sabíamos de esas reglas, pero mi madre nos lo hacía ver y yo ponía particular atención en ello.

Me gustaban las viñas. Esas viñas ordenadas que se perdían en el horizonte, rodeando un gran letrero que reseñaba la madera del roble de las tinajas con letras que componían las palabras Cousiño Macul; un poco más allá la citroneta comenzaba en dificultosa primera marcha, la subida a los cerros.

Hasta que de pronto estábamos frente a esos montículos verdes, pródigos de frutos morados y espinas. Mis hermanos se aburrían pronto, pero yo me empeñaba todo el día en coger y coger más y más moras. Las manos se ponían pegajosas y los brazos imposibles de rasguños. No importaba. ¡Allá hay! ¡Más arriba! Las mejores moras están siempre en lo alto, donde llega más el sol para convertir la grana de verde pequeña, a roja firme y luego en morada intensa y muelle fruta.

Después de aquellos días, ya no volvimos a hacer ese ritual. El año 73 nos llevó lejos, hacia otros paisajes y hacia otros frutos. Cuando regresamos, la infancia había quedado atrás; también aquél país del que nos fuimos.

Un verano en Concepción les enseñé lo propio a mis hijos. El ritual de la cosecha de moras, los dedos pintados, los labios amoratados y dulces. Pablo tenía apenas unos meses. Elisa de seis, me ayudaba a sostener la bolsa, mientras hundía sus dedos pequeños y extraía las moras que se derretían manchando todo lo que tocaban.  Los árboles nos cuidaban, las hojas bajo los pies nos saludaban. Arrayanes, araucarias, boldos, peumos eran hospitalarios y nos veían reír con esa sonrisa violeta y amplia.

Cada fin de verano regresan al presente las moras, mi padre, la citroneta, la infancia, y sigo fantaseando que eso viajes eran para mí, en secreta exclusividad, y salgo a recoger los frutos morados, dulces y pulposos, y los pongo en un plato para que mi padre, que ha olvidado casi todo, se tiña los labios, jugando, en su nueva niñez.

Y hago mermelada, con algo de las manos de mi abuela revolviendo con la cuchara de palo estas ideas, estas palabras, las historias, el azúcar y un toque de jengibre.

Supongo que aprendí de estos viajes en los preámbulos del otoño, a cosechar con alegría y gratitud los frutos de la vida, y no puedo evitar sonreír cuando pienso que cada viaje nos lleva finalmente, de vuelta al hogar.

 

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