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Dice la Biblia que el prefecto romano de Judea Poncio Pilato, siguiendo la tradición de indultar a un condenado a muerte por la Pascua, hizo elegir a la multitud entre liberar a Jesús o a Barrabás, aparentemente un delincuente, y la gente eligió a Barrabás.

Algo similar es lo que ocurre en la actualidad, cada vez que la gente -esa masa sin una identidad clara y por ende sin responsabilidad- decide crucificar a algún personaje sin saber mucho en realidad de qué se le acusa ni reflexionar sobre su culpabilidad o inocencia.

Es precisamente esto lo que sucedió con el diputado Gabriel Silber, acusado en forma anónima por violencia intrafamiliar, que tuvo que renunciar a su aspiración a presidir la Cámara de Diputados, o la situación de Gonzalo Hernández, concursante en un programa de concursos televisivo que fue retirado de la competencia por haber sido procesado por pedofilia.   En ambos casos, las acusaciones son débiles pero la muchedumbre reunida en la plaza de las redes sociales decidió que eran culpables por el solo hecho de ser acusados.   Esta no es una defensa de ellos sino una preocupación por la facilidad de la acusación.

El caso de Silber es delicado porque la acusación es anónima, es decir nadie se hace responsable de la afirmación ni presenta pruebas, pero se genera un hecho político con la anuencia del público.   En cuanto a Hernández, sólo se ha dicho que fue procesado, lo que no significa necesariamente que haya sido declarado culpable y condenado.   Posiblemente sí lo fue, pero esa información es desconocida por la audiencia que exigió su salida.   Y si hubiera sido culpable y cumplida su condena se extingue la responsabilidad penal.  En el caso de los pedófilos además de la condena hay otra sanción que busca evitar el contacto de la persona con menores de edad para que no se repita el delito, pero esa prohibición -que es permanente- no incluye la participación en programas de televisión.

En tiempos de redes sociales, en que el público cree y repite sin análisis cualquier contenido, resulta extremadamente fácil acusar a alguien por cualquier tipo de conducta delictiva o inmoral.  La persona puede querellarse -si se logra identificar al autor del rumor- y probar su inocencia pero el daño social ya está hecho y es irreparable.  Ningún desmentido ni aclaración borra la acusación y en el imaginario del público sólo  permanece la culpa y no existe la inocencia.

Estas son situaciones particularmente delicadas porque la honra es parte del patrimonio de las personas y su destrucción es bastante sencilla, en especial cuando se apela al juicio popular.

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