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Truenos y relámpagos, pero también un cielo que es como una cúpula azul: Roma es Roma y de ella se ha dicho todo. Nubes de pronto, blancas y macizas, pero bajo ese cielo cambiante y hechizador la amalgama de ciudades que son una sola e ininterrumpida, y que tienen la edad de dos mil setecientos años, merece ser recorrida sin excesivo arrobamiento y con los músculos elásticos.

“Acá estoy, en la Piazza degli Africani”, miente el cronista desde un teléfono público, cuelga y ve pasar a mujeres de piel oscura y ataviadas con ropajes amarillos, verdes, azules y todas las variaciones del rojo. A ratos un rostro alemán e inglés, o incluso italiano, se agrega a los somalíes y los etíopes: no es una plaza esto, aunque mira hacia la Piazza dei Cinquecento. Ha mentido el cronista a sus interlocutores telefónicos y es que tiene la idea de caminar por Roma, pero fuera del espacio-tiempo verificable. ¿No es ésta la Ciudad Eterna? El verdadero nombre del atiborrado recinto no es otro que Stazione Termini, adonde acuden a morir por unas horas los trenes de toda Italia, y a veces, por la noche (pero acuchillado), un inmigrante peruano o albanés que no se emborracha con la historia de la ciudad —o de su émulo famoso, el César de los idus de marzo— sino con sus tráficos actuales de alucinación y alcohol.

La Piazza dei Cinquecento, frente a Termini, es además el terminal de buses más grande de Roma: amarillos y denominados cada uno por un número, vienen y se van, tejen la ciudad con su reguero de gasolina quemada. Los conductores son displicentes y uniformados, y su aceleración ha de ser interna. Tienen su corazoncito, eso sí: una noche de invierno, estremecido por la tos de una pasajera chilena (pero esto último él no lo sabía), el tipo detuvo el bus, se levantó de su asiento y le ofreció a la dama una pastilla mentolada.

El cronista cruza en diagonal esta playa de cemento, esquiva las motorizadas ballenas que varan aquí y vomitan multirraciales cardúmenes humanos. Es también ésta la ciudad del mármol y las fuentes, de esculturas tan famosas como el Moisés de Miguel Ángel, visible en una iglesia —San Pietro in Vincoli— encaramada sobre una loma frente al Coliseo, o el Tritón que bebe o escupe el paso de los siglos gota a gota en la Piazza Barberini. Pero todo esto ya lo vio, y acá abajo, en una esquina del inmenso terminal, lo sorprende una escultura posmoderna, espontánea y pestilente: una Vespa abandonada hace mucho y que han marmolizado las palomas con su incesante guano. La visión es a la vez horrenda y magnética, pero el aire tibio empuja al cronista más allá, lo convence de caminar por los empedrados siempre circulares e inclinados, aunque parezcan rectos. Roma es una telaraña y el forastero que se zambulle en ella al volante de un Fiat prestado (necesidad, jamás placer) ha de perderse sin remedio si trae en la cabeza la urbanización cuadriculada que los españoles plantaron en sus colonias. Nada sacará con imaginar paralelas y perpendiculares: no es ésta la ciudad del ángulo recto. “Piazza degli Africani”, piensa risueño: desde hace algunos años Roma es, además de Roma, una ciudad de inmigrantes del Tercer Mundo, y en uno de esos buses amarillos el cronista ha escuchado siete lenguas simultáneas que no eran ni el inglés, ni el francés, ni el alemán de los turistas. Los pequeños filipinos parlotean en tagalo, los egipcios, tunecinos y marroquíes en sus respectivas variantes del árabe, los peruanos en castellano, los oriundos de Bangladesh en bengalí y los de Sri Lanka en cingalés. Polacos también, con ojos azul piedra y cabellos de ese rubio particular entre ceniza y dorado, corpulentos albañiles que han bajado desde el Vístula y sus tierras adyacentes hasta la lentitud del Tíber añoso y de falso color verde (“il biondo Tevere”, dicen los romanos si uno los apura).

Ser y no ser

No es falso el verde o los verdes de los ojos romanos, grandes ojos como lagunas de paisajes soñados en esta lengua que no admite finales consonantes. Dentro del bus, el cronista observa esas miradas que van desde el calipso al esmeralda. Las voces, un poco nasales, se oyen sin recato: dos tipos discuten con soltura las supremacías posibles entre los goleadores de la Roma o la Lazio, los dos equipos de calcio de la capital de esta Italia aún algo pasmada por su propia corrupción y cuya unidad política se ve amagada (en el discurso, al menos) por las vociferaciones federalistas de Umberto Bossi, el líder milanés de la Lega Nord, un partido que hoy forma parte del gobierno. Pero todo es transable, negociable y, llegado el caso, claudicable. No en vano se dice que en el carácter italiano cabe siempre la componenda que reacomoda las tensiones y las diluye hasta la próxima vez. Vicio o virtud, depende del punto de vista. El cronista vio una vez, en el pasillo del bus 27, un mediodía enervante y sudado, cómo un anciano, tiritando de ira, le deletreaba en la cara a una mujer joven —no más de veinte centímetros de distancia— un par de insultos atroces. Agitaba manos que jamás, se dice, han de llegar a la bofetada real. Es la tradición.

Las tradiciones se erosionan, también, y todo tiene aquí, como el venerable Jano, dos caras. Quizás no complementarias, como las del dios, o tal vez sí pero de un modo más inquietante. La bofetada real existe, sin duda, más bien de noche y en los suburbios: jóvenes de cabeza rapada apalean de vez en cuando a un africano o a un árabe. Las perversiones europeas del fin de siglo no excluyen a esta milenaria urbe color ocre y blanco sucio y a la que, según dicen, todo camino ha de llevar. El odio al inmigrante aparece también en un país que por décadas exportó a sus propios habitantes a las Américas, a Australia, a Francia incluso. Así y todo, es aquí un fenómeno todavía marginal y Roma, con su sabiduría de siglos y su neurosis galopante, sigue siendo una ciudad benevolente a su modo. Solidarios y escépticos, los romanos suelen amar a su ciudad y despotricar contra ella. El escritor Luciano De Crescenzo —pero él es napolitano— discutía en televisión sobre lo que llamó la logica paradossale: no se trataría de “ser o no ser”, sino simplemente de “ser y no ser”.

Amable y caótica, la ciudad donde pululan tal vez las mujeres más bellas de Europa, vive el día a día aparentando indiferencia no sólo por el impredecible futuro berlusconiano, sino además por su monumental pasado. Pero de pronto el romano o la romana se enciende y te cuenta que un poco más allá, cerca del antiquísimo arco donde la mafia puso una bomba hace poco más de un año, es el lugar (¿permanece un lugar que ha sido modificado por el tiempo?) en que la loba halló a Rómulo y Remo. El cronista pasa por ahí, observa los muros raídos y nobles, se baña mentalmente en las aguas del rubio o verde Tíber mientras a sus espaldas el tráfico es infernal y ruge, y camina luego orillando el Circo Massimo, escenario de competiciones ecuestres e imperiales hace veinte siglos. La tarde se ve curiosamente suspendida en un polvo de oro, todavía está lejos la noche, la suprema oscuridad continúa guardada en las arquitectónicas cavernas que al otro lado de la elipse antaño galopada muestran las ruinas del Palatino, y los músculos de las piernas aún vibran sordos a tanto neumático enloquecido.

El Aventino es una de las siete colinas que tal vez son más de siete, y en una de sus encrucijadas, la Piazza dei Cavalieri di Malta, un portón metálico impide el acceso al Jardín de los Naranjos y juega a ser una de las puertas del cielo: mirando por el agujero que dejó su cerradura, extirpada sabiamente, se ve la cúpula de San Pietro, allá lejos y al otro lado del río, perfectamente enmarcada por el círculo donde el visitante aplica su ojo incrédulo.

A la vena

“A la italiana, como para levantar muertos”, dice un personaje de Gabriel García Márquez en uno de sus doce peregrinos cuentos, y está hablando de beber un café. Una señora brasileña, dueña de cafetales, asegura que la fama del café italiano se debe a las peculiaridades del tostado y a la mezcla, y según ella se trata de secretos intraducibles. Puede ser. Los bares comunes y corrientes de Roma son monótonos en su decoración y a la vez plenos de brillos, mezcla de impaciencia no explícita y un far niente semiamargo. El cappuccino es espumoso y fugaz, y más efímero todavía es el café simple, a veces ristretto (muy corto y concentrado), como lo pide siempre un poeta famoso y chileno que por aquí habita: “Cafeína a la vena, compadre”, aunque el cronista prefiere el otro, más largo, pero siempre demasiado breve para su temperamento de contemplador inveterado.

Tras el café, a la calle, de regreso al centro histórico. Los cuatro ríos mayores del mundo entonces conocido, personificados por gigantes de mármol, rodean el obelisco de la Piazza Navona, rectangular y bellísima, y no piensan en la majestuosa iglesia que tienen al frente: quiere la insegura leyenda que esa iglesia y esa fuente fluvial sean el combate de dos artistas rivales, Bernini y Borromini, quienes por ganar el favor de un Papa aplicaron a la piedra la perfección que les exigían los celos recíprocos. Artistas menores, de atril y taburete, copian hoy el rostro repetido del turista que ensaya su disciplinada, ingenua seriedad frente a ellos. Una librería en lengua española abre sus vitrinas a un costado de la plaza. La atienden viejecillas peninsulares de acento sibilante e inconfundible filiación eclesiástica. Como los Papas, ante cuyos avatares, desde el veneno de los Borgia hasta otros más impronunciables, guiña el romano genuino un ojo indulgente, los curas y las monjas de a pie (o en motorino) son parte del paisaje de Roma. Elementos vivos de su tarjeta postal, acompañando —si buscas bien— a Mastroianni o a Gassman sorprendidos en un bar de la ahora soñolienta Via Veneto, o al fantasma de Fellini con el codo en la rodilla y de cara a aquella fontana célebre en exceso. Un esfuerzo más de la evocación y sus aguas apagarán la sed de los legionarios que incendiaron Cartago, o reproducirán el rumor de una invectiva ciceroniana en el senado.

Volverás a Roma si de sus fuentes bebes, aunque desde Santiago es un largo vuelo. Dos imágenes despierta en el romano el gentilicio “chileno”: nuestra política de los últimos veinte años y los eficaces ladronzuelos que abordan el bus 64 —el que lleva al Vaticano— para aligerar con sus dedos al peregrino incauto. ¿Perdonarán a los seis mil compatriotas que un día de octubre próximo van a presenciar la beatificación del Padre Hurtado? De haber íconos los hay, y el que permanece indeleble y fugitivo en la memoria del cronista es de carne y hueso, mi alma, y entonces él repite, para sí, los versos que otro poeta sudamericano, vencido ya de todo afán su corazón, escribió con menos enigma de lo que parece: “¿Qué es el amor sino de Roma / la falsa palindroma, ese lugar / que por todos los caminos / se abandona?”.

Publicado en Revista Caras, en 1994

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