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De vez en cuando me vienen de vuelta –como latiendo dentro- esas palabras de Baudelaire: “Los verdaderos viajeros son aquellos que parten por partir”. Es una breve línea que sin embargo –con su latir- parece de pronto una epifanía. Desde las más remotas preguntas de la especie sobre el ser y su sentido surge como respuesta la experiencia de un camino que la maravillosa y noble literatura y después el cine han poblado de innumerables significados. Sea donde sea que miremos, hay un viaje. Un retorno, un tramo, una esquina, un paradero, un cruce, un laberinto o un puerto, encrucijadas que forman parte de un destino, el hilo que se desenvuelve hasta llegar a los dedos envejecidos de las parcas.

El viaje es seguramente la más potente analogía de la existencia. El gran MITO. ¿Y por qué partir por partir, entonces? ¿Somos empujados? ¿Algo nos atrae? Somos concebidos e iniciamos un viaje a través del primer vehículo material de la vida, y somos alumbrados en la vida iniciando un viaje cuyas experiencias no sabemos si son predestinadas o resultado de impulsos motores ex machina, y la mayoría vivimos sin dar respuesta a esas preguntas. Nos ponemos en marcha de manera natural, instintiva, como una pequeña criatura animal en medio de un bosque recién descubierto a sus ojos, o como un girasol que busca con sus pétalos la raigambre vital, girando, existiendo.

Tal vez una vez que nacemos, olvidamos por qué y para qué fue que comenzamos a existir, en esta manifestación vital, con este pulso terrestre, con estas fronteras y límites, que muchas veces nos dan más la impresión de haber caído en alguno de los oscuros círculos de Dante, lejos del cielo.

Toda la filosofía se divide de algún modo en aquellos que ven un mecanismo de causa y efecto, y aquellos que ven la existencia como la aspiración y búsqueda de un encuentro. O re-encuentro, para quienes pueden unir ambos extremos en una circunferencia donde principio y fin pierden sentido y la ruta, entonces, la línea, se hace continua. No se nace, ni se muere. Sobre este continuo también la filosofía ha anotado muchas cosas: la idea de que la experiencia del espíritu se repite perfeccionándose, o la idea de que el camino necesariamente es ascendente, parecido a la escalera de Jacob, o que -siendo menos antropocéntricos- nuestro viaje existencial se desenvuelve dentro de otro, y este a la vez dentro de otro, fractalmente, hasta el infinito, en cuyo caso el polvo astral, el aliento, el hálito de vida concedido a Adán (como sinónimo de pueblo) es semilla y fruto, muerte y vida, resurrección constante, en un patrón que se asemeja a un árbol desde cuyas raíces (la propia idea de árbol, la propia idea de “yo”) emergemos para completarnos, y al emerger dejamos de ser lo que fuimos, y a cada momento, constantemente.

Y somos el héroe, la heroína de nuestra propia historia en construcción, mientras nos vamos construyendo y con nuestras manos contribuimos a la construcción –o destrucción- de lo creado, que es en realidad, por fuerza y sentido co-creación del mundo que vivimos en esta experiencia de aquí, ahora, que llamamos “lo real”.

Tempranamente nos enseñó la epopeya de la fuerza interior que moviliza al ser humano a completar su destino, a través de la voluntad –el mayor instrumento- que obliga a todo el ser a constituirse para ello, como un pistilo se constituye para ser parte de la flor que nacerá en una primavera determinada y llegará a su ocaso algún día de otoño, si no hubiese contratiempos. El viaje es la progresión de la conciencia a medida que el destino se forja, o se evita, o se rehúsa o enfrenta, con las fortalezas y debilidades que nos componen, como a una pieza musical, donde existen reunidas y amalgamadas la bravura y el desaliento, la fragilidad y el temor, la ceguera y la iluminación.

Si me dejo llevar, desde la aurora de rosados dedos que canta la ira del Pélida Aquiles, me voy recorriendo otros viajes, mientras el propio de desenvuelve en aprendizaje de humildad, como si caminase sin sandalias y apenas vestida, y con el espejismo de Ítaca, en el horizonte. A través del mito una y otra vez revivido, camino sobre las hojas secas de una avenida porteña, tras los pasos de Alejandra, de su misterio mientras aprendo de la mirada de otro, que mira buscando respuestas a preguntas que cansan en las pesadas novelas de Sábato, el hastío, como una hebra de agua me transporta, entonces, a París, al poeta de estas palabras, a bulevares, noches y cantos ebrios, justo cuando el mundo prepara una matanza en los escritorios versallescos de la nueva burguesía y sus ascensos de poder, y cómo no sentirse “extrañado”, pues. Dostoievski retrata en la Alexander Nevski de las Memorias de un Hombre Ridículo el tránsito de la mascarada de un siglo que va asomando infame. Y el Viaje en Paracaídas de Huidobro y el “¿No Oyes Ladrar los Perros?”, los oleajes azotando la proa de las naves de Coloane en el Estrecho, los oleajes de Melville, Alicia y sus viajes, el viaje de Sueño para el Invierno, con la calidez y sensualidad adolescente e intensa de Rimbaud, cuyas bitácoras nos marcaron para siempre…”Seremos felices, habrá un nido de besos oculto en los rincones…” , el de Isak Denisen en África, el del Fantasma del Buque de Carga, donde todo se hace memoria. El viaje de la Monja Egeria, el de los judíos a través del desierto, todos los éxodos, los exilios. El viaje de Gurdieff, el regreso de Tristán, las peregrinaciones iniciáticas, los viajes de Munchhaussen, los que hacemos de ida y vuelta algunas veces a las ciudades de Italo Calvino. Henrich Boll, de viaje por Irlanda, unos años después de terminada la segunda guerra mundial, que nos deja una mirada amorosa y conciliadora sobre un mundo que renace de las ruinas. El viaje del joven príncipe anónimo a través de la maraña de espinas para besar a la bella durmiente, el viaje de Cendrars en el Transiberiano, el de Perceval, en busca del Grial. Lorca, viajando a lo poeta en Nueva York, el hombre triste viajando en su triste desgracia, por una calle común, el ascenso iniciático de Canto General, el de la forastera en lugares extraños, el de Carolina Geel, al infierno y la redención; el de Alfonsina, adentrándose en su mar. El viaje de Juan Salvador Gaviota. El del querido Principito.

Existir es fluir, dejarse llevar, alzar las alas porque la voluntad –el alma, el ánima, dios, el universo- nos conminan. Porque nos hicimos viajando, nos erguimos viajando, y no podemos hacer que ese destino se detenga, incluso si elegimos morir. Solo podemos observar con la mayor plenitud posible cada estadio de ese viaje para comprender, de algún modo, que no nos pertenecemos. Que nos pertenece, apenas, la experiencia, y el modo en que nos comportamos frente a ella; lo que fuimos capaces de aprender –y avanzas tres pasos; los paraísos que nos recibieron. Lo que debemos vivir cien veces, para cincelarnos en cumplimiento de lo que somos llamados a ser –y pasas, hasta que la fortuna tire los dados a favor. Las tantas muertes y duelos –y retrocedes al punto de partida.

Todos los viajes comprenden iniciaciones y luchas; descubrimientos y cárceles; rutas equivocadas y caminos seguros. En todos hay que superar las grandes columnas en que se sostiene la existencia, para construir otras. En todos los viajes, hay amigos y enemigos que enseñan, instruyen, sacan lo mejor y lo peor de lo que somos, nos rozamos, nos entrevemos, y a veces nos acompañamos durante mucho tiempo, como maderos en el mar. En todos hay figuras misteriosas y milagros. Siempre a una muerte, sucede una resurrección.

Y viene –también latiendo, cómo no-, el viaje del Quijote a través de La Mancha, enmendando entuertos y salvando damiselas en peligro, el coraje de ese viaje, el desgarro de ese viaje, la aventura trastocada, no por la imaginación, sino por la realidad. Y es que el sentido de los viajes es traspasar las fronteras de lo real, pasar de la experiencia inmediata para alcanzar las virtudes de la compasión y la belleza, cuando menos, hasta que seamos capaces de elevarnos al siguiente escaño de la perfección, que no es nuestra y en ningún modo nos pertenece tampoco.

Y es por eso que partimos…simplemente por partir.

 

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Alguien comentó sobre “Viajes

  1. El viaje siempre es un libro por escribir, una aventura por vivir, un sueño por realizar. cada vez perdemos más la inocencia y exploración del viaje, quizás por tanta masividad turística, donde todo se da hecho. Para reflexionar, gracias.

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