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A medida que la política se parece cada vez más a un espectáculo, empieza a adquirir connotaciones propias de este, y es lo que viene ocurriendo ya hace un tiempo con personajes que buscan atraer más que convencer, ser adorados más que respetados.

En estos días hemos tenido un ex-Presidente que se suicida al momento en que iba a ser arrestado por denuncias de corrupción y seguidores que lo justifican en nombre de su grandeza.  Más cerca, tenemos un Presidente en ejercicio que pide transmitir su cuenta anual en el horario estelar de la televisión para asegurar que su mensaje llegue a más gente, o un líder religioso que justifica su nivel de vida en la necesidad de darle dignidad a su culto.

Cuando el político trata de ser adorado esta pervirtiendo el ejercicio de la política, del mismo modo que lo hace el religioso que pide que se lo fotografíe cuando hace un donativo o el empresario que adopta estrategias de mercadeo que se relacionan con los temas que están de moda en la sociedad.

Cada rol tiene sus características propias y dentro de ninguna de ellas figura la adoración como uno de sus propósitos.   A la gente se la quiere por su calidad de persona y no por la ocupación que desempeña.   Confundir ambos planos genera confusiones como ha ocurrido con las obras de los artistas que en su vida personal han cometido faltas.

La adoración tiene una dosis de fetichismo, que en su segunda acepción en el diccionario de la RAE se define como la veneración excesiva de algo o alguien, lo que para los efectos prácticos impide la evaluación  racional de los actos e ideas de quien hemos erigido como ídolo.   Desde el minuto que decidimos confiar en un político por su sonrisa, porque besa a los niños o porque lo vemos plantando un árbol, estamos de hecho renunciando a nuestra voluntad como ciudadanos para optar entre las distintas opciones que se nos presentan a nuestra elección.

Lo mismo ocurre con las ideologías.  Cuando decidimos adscribir a determinada línea de pensamiento haciendo un acto de fe, dejamos de lado nuestra capacidad de pensamiento crítico y es así como vemos en las redes sociales a miles de personas perdonando las faltas a quienes forman parte de su propia ideología y condenando con severidad a quien comete los mismos errores pero pertenece a otra orientación política.

El deber de una persona que presume de ser inteligente es, precisamente, ocupar su inteligencia en analizar los hechos sin dejarse arrastrar por sus prejuicios, positivos o negativos, y la idolatría es quizás uno de los prejuicios más poderosos.

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