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cad-goddeu

La biblioteca de la Universidad Nacional de La Plata era uno de mis lugares favoritos en la ciudad de las diagonales. Amplia y luminosa, pobladísima de volúmenes, demasiados para mi impaciencia, me invitó una y otra vez, con su mecánica de casilleros y estrictas fichas, pero improvisadas solicitudes de papel mal recortadas donde nunca cabía completo el número de clasificación. Mi letra no es precisamente acotada.

La Historia de las Cruzadas, en 4 tomos, vaya una a saber ahora de qué autor, las devoré bélicamente bajo un húmedo ambiente porteño, como si no pasara nada. Y luego, todo lo que pillé de historia medieval y temáticas asociadas. Historia, mucha historia, buscando no precisamente causas cronológicas ni encadenamientos razonables de hechos más o menos conocidos o posibles de identificar en el mapa que la conciencia occidental ha valorado como “historizable”. Hitos que iluminan zonas y que por lo mismo oscurecen otras. A mí, aquellos sombríos silenciados rincones donde la creación, el pensamiento, las ideas se expresan a contrapelo y en rebeldía me daban motivos para sospechar –creo que desde pequeña- que no era desechable la idea de mirar –con ojos pequeños y sin aun entender el significado de rebeldía y tampoco el de contrapelo- hacia aquellos lados que se ocultaban, apenas dejándose ver por error u omisión, bajo las líneas de la historia, repletas de borrones. Tampoco era mi circunstancia la de buscar una teleología que explicara desde un sentido final de convergencias, las múltiples omisiones, transformaciones, transgresiones y reescrituras elaboradas a través del tiempo, durante el cual las hegemonías van acompañadas de discursos que sostienen y amplían su poder, o acompañadas de censuras, que fragilizan y enmudecen otros. Más bien, esa dialéctica entre el decir de quienes entronizan el poder, y el callar de quienes lo pierden y son sometidos, puede explicar de algún modo el oleaje de la historicidad y era hacia dónde me interesaba mirar.

Había un mapa posible en el que aparecía una línea intermitente, a ratos pálida, a ratos radical o extendiéndose hacia otras zonas, como una mancha de tinta derramada, ¿al azar? No. No al azar. Una cosmovisión atraviesa el tiempo humano señalando ciertas pistas. Ariadna es Isis, mostrándonos la ruta de la transformación, la ascensión, la reencarnación, la resurrección.

Sí, hay notas esparcidas por todos los siglos. Notas veladas. Notas expresas. Apuntes diseminados. Es difícil encontrar las palabras. Fue difícil encontrar las piedras con que se construyeron las pirámides, o con las que fue reconstruido el Templo de Jerusalén.

En esa exquisita biblioteca di con uno de los libros más sorprendentes que jamás he visto. Un libro que contiene un código secreto y que al mismo tiempo que articula un desciframiento va cifrando otro mensaje, más importante. De nuevo la cuerda se tensa. ¿Cómo se unen las antiguas civilizaciones con un poema druídico de finales de la era románica? Eslabones perdidos que resultaban diamantes para mi crónica curiosidad. Al mismo tiempo estudiaba algo de numerología, avanzaba de modo autodidacta en el tarot, con las y los guías fortuitos que la intuición manifestaba, hilando tramas que, desde cualquier punto de vista otro ajeno a esa especie de fe, habrían resultado fantasías delirantes.

El libro La Diosa Blanca de Robert Graves es un manual iniciático, lleno de arcanos, rutas esotéricas, recorridos ininteligibles, que va sacando a la luz la dinámica de la manifestación de ciertos principios universales cuyo significativo poder hizo que fuese perseguido, censurado, ignorado, confundido, disimulado, asfixiado, pero que pese a todo regresa para retomar ese camino que lleva a una luminosa certeza.

“Todos los santos la vilipendian y todos los hombres graves que se rigen por el justo medio del dios Apolo, despreciando a los cuales navegué en su busca a lejanas regiones, donde era más probable encontrar a la que deseaba conocer más que todas las cosas, la hermana del espejismo y del eco. Era una virtud no detenerse, seguir mi obstinado y heroico camino, buscando en el cráter del volcán, entre los témpanos de hielo; o donde se borraba la huella, más allá de la caverna de los siete durmientes, a aquélla cuya frente ancha y alta era blanca como la del leproso, y sus ojos azules, y sus labios como bayas de fresno, y su cabello rizado del color de la miel hasta las blancas caderas. La verde savia de la primavera que en el árbol joven se agita celebrará a la Madre de la Montaña, y todos los pájaros canoros la aclamarán un día, pero yo estoy dotado, inclusive en noviembre, la más desapacible de las estaciones, con una sensación tan grande de su claramente raída magnificencia que olvido la crueldad y la traición pasadas, indiferente a dónde puede caer el próximo rayo”, con esta dedicatoria se introduce La Diosa Blanca, editado por Alianza Editorial en 2014.

La Diosa Blanca es un buen libro para abrazar. Y ojalá funcionara el abrazo como el rito de un contagio”, comenta a propósito Manuel Rivas en El País, donde aparece una interesante crónica sobre la censura y el rechazo de los editores frente a su publicación. Fue visto como un libro peligroso.

Robert Graves publicó su primera obra cuando fue dado de alta del ejército por quedar gravemente herido en la batalla del Somme, en 1916, durante la Primera Guerra Mundial. Yo, Claudio (1934), que inspiró la mítica serie  televisiva, hizo de él un autor tan popular como de culto. Cuando publica The White Goddess (1948), “esa revolución óptica que sacude la antigua jerarquía patriarcal de lo divino -dice Rivas-, Robert Graves vivía en Deià, Mallorca”, como un ermitaño, alejado de la modernidad, de regreso a lo sagrado, donde murió a los 90 años.

Del mismo modo que yo me interné –y que nos internaremos como sagrados lectores en el rito de su lectura si es el momento- con una ávida curiosidad, un potente llamado de sus páginas nada fáciles de leer, se interna Graves hasta alcanzar con su lazo la fuente de un misterio que oculto sobrevive, y se manifiesta en la dinámica de ausencia presencia.

Un iluminado estudio, sorprendente, mastodóntico, enciclopédico que señala con contextos verídicos y fuentes reconocibles, que en el origen de la revelación existió un principio femenino, acuoso, creativo que fue escondido y mutilado por las religiones dominantes. La diosa blanca señala ese origen. Vida y misterio.

“Hay ojos que divisan un fondo y hay otros que van a lo profundo de las cosas. Graves escribía con esos ojos que no divisan un fondo, pero ven más profundo”, dice el cronista de El País. Y es que el escritor se interna en el árbol de la vida. Y el árbol de la vida es un alfabeto. Es un código que cifra la verdadera historia de la humanidad, su sentido. Una escritura sorprendente nos lleva a seguir las pistas de ese desciframiento –léase revelación- para dejarnos claro, de modo exacto, el significado de una lucha por la preservación de una idea contra el intento de exterminarla. Solo hace falta recordar el decreto que dictó Clemente V en el año 1311 con posterioridad al concilio de Vienne (Francia) convocado para decidir el futuro de la orden del Temple. La bula papal decretó el traspaso a la orden del Hospital de todos los bienes de los templarios, salvo en la península ibérica, donde sus propiedades acabarían pasando a manos de dos nuevas órdenes, la de Cristo en Portugal y la de Montesa en la Corona de Aragón.

El Libro de Taliesin, formado por 58 poemas galeses antiguos, y uno de los cuales tiene el espléndido título La batalla de los árboles (Cad  Goddeu, en galés) se encuentra en un manuscrito galés del siglo XII llamado El libro rojo de Hergest.

He tenido muchas formas

Antes de obtener mi forma final.
He sido la estrecha hoja de una espada
He sido una gota en el aire
He sido una estrella brillante
He sido una palabra en un libro
He sido un libro en el comienzo
He sido la luz de una linterna
Durante un año y medio
He sido un puente que cruza sesenta ríos
He viajado como un águila
He sido un barco en el mar
He sido un general en la batalla

He sido un cordón en la manta que arropa a un niño
He sido una espada en la mano
He sido un escudo en la lucha
He sido la cuerda de un harpa
He permanecido atrapado durante un año
En la espuma del agua
He sido un atizador en el fuego
He sido un árbol oculto en un bosque
No hay nada que no haya sido…

Le correspondió a T. S. Eliot dictaminar la publicación o no del libro que recibió la editorial Faber & Faber, después que fuera rechazado por dos editores anteriores. Hay una suerte de leyenda entorno a las muertes de quienes rechazaron con anterioridad su publicación. El cronista de El País narra que “en un trabajo de Eugénio Lisboa sobre los más llamativos rechazos editoriales en Jornal de Letras leo que el primer editor que no quiso saber nada de La diosa blanca falleció pocos días después de un ataque al corazón. El libro llegó a un segundo editor, que también lo rechazó indignado. Al poco tiempo apareció ahorcado. Llevaba puesto un sostén y unas bragas de mujer”.

Hay libros que son más que libros. Uno de ellos es este.

Las creencias matriarcales del pueblo celta surgen en las proximidades de la India, y desde allí se habrían extendido hacia el oeste, ramificándose hacia el norte y el sur de las costas del Mediterráneo, a través del contacto con numerosas razas en un mosaico maravilloso de comprender, a través del prisma de Graves. La huella de la diosa blanca es rastreable por miles de años en Medio Oriente y Europa en ceremonias, creencias, ritos, poemas, hasta que termina su viaje en Avalon, fuera del tiempo y del espacio. La mítica Avalon es el principio y el fin de un viaje iniciático. Un territorio que debía ser protegido. Los druidas codificaron su cosmogonía en poemas que trasmitían de boca en boca y de ese modo ocultaron y trasmitieron su sabiduría.

Con Graves asistimos al último intento por heredar un profundo conocimiento oculto.  Irlanda y Gran Bretaña comenzaban a ser cristianizadas. Los cultos celtas eran cultos vinculados con la naturaleza y por lo que hoy sabemos, con un profundo sentido religioso que especialmente ahora, en tiempos de marcadas revelaciones, tiene el mayor sentido.

Claro. La creencia en una diosa original, traspasó siglos pero cayó derrotada bajo la influencia de la cristiandad. A medida que los pueblos eran invadidos y saqueados, los cultos paganos se demonizaban y se perseguían a sus fieles. Nada quedó escrito, excepto en la memoria de los árboles.

 

“Los alisos en primera fila

fueron los que comenzaron.

Los sauces y el árbol de la vida

tardaron en ordenarse.

El ciruelo es un árbol

que no aman los hombres;

el níspero de naturaleza parecida

soporta una labor severa.

El frijol cobija en su sombra

un ejército de fantasmas.

El frambueso no da

el mejor alimento.

Al abrigo viven

el ligustro y la madreselva,

y la hiedra en su estación.

Grande es el árgoma en la batalla.

Al cerezo se le ha censurado.

El abedul, aunque muy magnánimo,

tardó en ordenarse,

pero no fue por cobardía,

sino por su gran tamaño.

El aspecto del..

es el de un extranjero y un salvaje”.

 

Esta maravillosa poesía es el preámbulo de una investigación que tiene más de doscientas eruditas páginas donde la historia comparada de las religiones se cruza con la epopeya de un pueblo que determinó los claroscuros del pasado que llegan hasta nosotros en fragmentos.

Un lazo había entre las Cruzadas, los templarios, las escuelas de misterios, los grandes iniciados, el Kybalion, la Cábala, Diana e Isis, Leonor de Aquitania, las catapultas de París, el monasterio de Montsanto en Oporto. Una diosa, oculta bajo las cortezas cómplices de los árboles que, una vez silenciada la magia druídica, comenzaron a hablar en este idioma que solo algunos pueden llegar a conocer y que si debe encontrarte, te encontrará, en lugares extraños o remotos o sorprendentes, llenos de luz. En ese edificio, frente a Plaza Rocha, nos encontramos ella y yo. Un lazo hay, entre el aquello y el esto. Magia.

 

 

 

 

 

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Alguien comentó sobre “El Alfabeto de los Árboles

  1. Muy interesante. Recuerdo haber leído “Yo Claudio” de Robert Graves y también, vi la espectacular serie de TV que mostraba a los primeros emperadores. Lamentablemente, todos se quedan con los emperadores y nadie muestra el inicio de la República, los etruscos y reyes tarquinos. Los etruscos son considerados un “pueblo feliz”. Los templarios, los cátaros, los esenios y otros grupos suelen tener bajo perfil en la vorágine de enseñar historia resumida y fácil de asimilar. Nótese que la Cristiandad o difusión del cristianismo tiene ramas muy distintas (y varias cortadas), pues se confunde la consolidación religiosa-monárquica de poder, con los textos cristianos que, en el fondo, continúan muchas viejas tradiciones y tienen más de amor o visión holística humana-natural, que la visión impuesta por la Iglesia Católica como “ladrillo”.

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