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Han pasado más de treinta años desde los últimos años de represión de la dictadura pinochetista.  Aparentemente, suficiente tiempo para olvidar lo que significa una dictadura en la vida de las personas, y vuelven a escucharse reclamos contra la ineficiencia de la democracia con el consiguiente llamado a un gobierno fuerte que sea capaz de eliminar la corrupción y dar soluciones rápidas a los problemas que afectan a la ciudadanía.   No se dice dictadura, pero parece pensarse.

Un reciente estudio señala que un tercio de las personas en Chile considera válido el uso de la fuerza como herramienta de acción política, así como un creciente desapego similar en las cifras respecto de la democracia como sistema de organización de la sociedad.   Ambos elementos sumados configuran un escenario preocupante, en el que el legítimo malestar por la incapacidad de la clase política por resolver los problemas y un evidente aprovechamiento personal para obtener beneficios económicos mientras la mayoría de las personas tiene problemas para llegar a fin de mes.

Sin embargo, un gobierno de fuerza no es la solución.   Como ocurre siempre con este tipo de regímenes, sean de izquierda o de derecha, pronto un pequeño grupo ocupa el poder y replica las mismas conductas de corrupción que se venían cuestionando a la democracia, pero sin que esta vez se tenga siquiera la herramienta de votar distinto en las elecciones siguientes porque la libertad de expresión y el derecho de voto es lo primero que se elimina, sin mencionar los abusos hacia los derechos y la dignidad de las personas.

Quien propone los gobiernos de fuerza es precisamente el que no está dispuesto a hacer los esfuerzos necesarios para mejorar la calidad de la democracia y permite que la corrupción impere porque se sujetan a la idea de creer que “alguien” vendrá a poner remedio a la situación.  Una especie de “salvador”.  No es así.   Lo que ocurre es que un sector se impone sobre los demás e impone sus propias recetas, sin debate ni posibilidad de optar entre una y otra alternativa.

Ya lo dijo Winston Churchill: “La democracia es el menos malo de los sistemas de gobierno”, pero depende de quienes la hacen posible porque es, en definitiva, una obra humana y si es ineficiente es porque la ciudadanía ha sido también ineficiente en elegir a la gente capaz de hacerse cargo de la conducción del país.

No ayuda creer que basta con hacer memes más o menos ingeniosos, marchar por causas específicas sin considerar que los problemas obedecen a una visión global de cómo debe funcionar la sociedad, ni fruncir el ceño cuando se sabe de algún nuevo hecho de corrupción.   En la democracia representativa, los gobernantes responden a la soberanía del pueblo, son mandantes de este y no sus superiores y el pueblo es el que debe tomar las riendas de lo que quiere para su país, sin dejarse tentar por soluciones  mágicas e instantáneas que no existen.

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