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Escribo esto al compás de tambores de marcha. Ignorantes y Obesos es una de las cientos de consignas estampadas en carteles y banderines. Pese a la batucada se siente una atmósfera pálida, sin novedad en el frente. Pero avanza. Inició hace veinte minutos o hace mil años porque “…no se detienen los procesos sociales…” si las necesidades están insatisfechas. ¿Cuáles son? ¿Cambian? ¿Se repiten? La deuda histórica es cada vez más histórica, y ahora que se busca borrar la historia del curriculum escolar, más olvidadizos nos volveremos.

Queremos educación pública, educación republicana, educación para todos, la mejor educación, pero retrocedemos. Cada vez la educación es más funcional a un sistema al que no le importan los ciudadanos más allá de su rol -prescindible, por lo demás- para cumplir metas en la máquina de producir cualquier cosa. En ese contexto, estudiante “educado” equivale a “Tv 34′”, o cualquier otro producto pasado por estándares de calidad que garantizan competitividades en los mercados. Sí, también en los educativos.

No sé por qué en esta marcha no caminamos para atrás. Tal vez porque también en este diálogo de fuerzas el simbolismo está desacreditado, como están desacreditadas las utopías o los idealismos. Volvemos por viejas y añadidas demandas frente a interlocutores cada vez más indiferentes, más seguros de sus resultados bursátiles. Desde hace décadas que no se produce una discusión de fondo sobre educación. La educación para el desarrollo; no la educación para la esclavitud. Quizás eso sea lo verdaderamente pendiente.
Las políticas educativas neoliberales aseguran el acceso a la educación. La que esté al alcance del bolsillo del ciudadano. No tenemos más garantía que esa. Mientras los tambores avanzan atávicos y los pasos de miles de profesores, aunados una vez más por demandas urgentes, un amigo me comenta por chat que las marchas no sirven. Que hay que crear otros modos. ¿Crear? La creatividad fue expulsada de la escuela hace mucho tiempo. Mutilada con la mutilación de la enseñanza de las artes, pero mutilada también porque pensar creativamente es proveer posibilidades de nuevos mundos y eso está prohibido en este estado democrático neoliberal.
La demanda central alude a la dignificación de una profesión fundamental y a la dignificación de las condiciones educativas. Eso entraña el todo. El solo hecho de que exista la demanda por dignidad es un signo inequívoco del subdesarrollo que transita al ritmo de la marcha, mientras el aparato del país sigue funcionando, como si nada pasara. Las energías debieran estar puestas en la construcción de un ideario nacional de desarrollo basado en el respeto a los valores fundamentales. Los derechos consagrados. Lo único que todavía nos permite sentirnos comunidad. Con un horizonte común. No el que propone la OCDE, no el lucro que ha puesto por sobre el ser humano los intereses empresariales, no los parches curriculares, ni la fabricación de docentes en serie. No el cortoplacismo que es el modo de gobernar para lucrar en cortos períodos o saquear los recursos de la gente para llenar unos pocos bolsillos y dejar una estela de deudas y culpas que no benefician a nadie más que a los pescadores del río revuelto.
Llega la represión de color verde opaco. Se instalan carros y equipos especiales en todas las bocacalles de la Alameda. Aquí no hay chalecos amarillos. Amenaza lluvia. Se pone en posición de ataque la policía. La marcha continúa pacífica.

Existe una tensión sobre una confrontación aparente. De un lado, el Estado que educa a una élite para consagrar la teocracia del modelo. De otro, los profes que demandan dignidad educativa. Ergo, dignidad humana. Aquí no hay una guerra. Hay un poder convenientemente instalado que no quiere un país que piense. Gordos obesos e ignorantes, somos hace rato. Nos parecemos mucho a los ciudadanos colonizados por el imperio de la estupidez y la comida rápida. Véase Homero Simpson, sin iluminaciones. Obesos y planos. Obesos obsecuentes. Obesos mediocres. Obesos petulantes. Obesos prisioneros, orgullosos de sus cadenas.

El sistema no nos da tiempo para sentir, y no sentimos. Preferimos no sentir que renunciar al sistema que nos “garantiza” los males menores. No hay tiempo para pensar, no hay tiempo para darnos cuenta que estamos siendo nutridos para la engorda, cómo Hansel y Gretel, obnubilados por la fachada de chocolate.

Ahora la marcha pasa bajo la bandera patria frente a La Moneda. Ignorantes somos hace rato. Hemos bajado tanto los estándares que no nos queda más que la vergüenza. La indignidad.

Pienso que en un par de generaciones, Chile será una especie de mito, un lugar donde desaparecieron los sueños, la gente se transformó en robot, la lengua se perdió en códigos económicos y vulgares, los libros dejaron de existir mucho antes que en otros lugares. Nadie recordará cómo nos construimos y qué no fuimos capaces de defender.

Parafraseando, cerca de Los Héroes, de camino al acto central que en breve será interrumpido -sabotaje, se llama- por lacrimógenas sordas, bélicas, vestidas del mismo color del poder: Usted preguntará por qué marchamos…Porque somos militantes de la vida y no podemos ni queremos que la educación sea ceniza…

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