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En tiempos en que se culpa a los dirigentes políticos y económicos de la innegable crisis que vive el país, aparece como un criterio mínimo de justicia discutir qué responsabilidad le cabe a la propia sociedad en este estallido, entendiendo que  esta crisis es una ruptura y que los divorcios siempre son de dos.

Es cierto que el comportamiento de la ciudadanía está en gran parte determinado por los mensajes que recibe principalmente de los medios de comunicación, y que estos son determinados por una elite que tiene sus propios objetivos, que no siempre coinciden con las necesidades del público, pero las personas son libres de someterse o rechazar este condicionamiento cultural y ese es un elemento de independencia que no siempre se ejerce responsablemente.   La base social peca de ingenuidad o de ignorancia, pero sigue siendo una falta propia.

Desde los años ‘80s se fue construyendo en el país un modelo político y económico que ahora repudia la mayoría, pero fue acompañado de un sistema cultural que no se ha rechazado con el mismo énfasis.   Esta cultura es ajena a la tradición nacional e incorporó en el inconsciente colectivo ideas como el consumismo, el individualismo, el materialismo y el culto al consumo.   Pareciera que mientras pudimos financiar el hedonismo, no era grave ni afectaba la convivencia nacional.

No sirve de mucho lograr una mayor equidad en los sueldos si hay gente que usa sus ingresos en comprar cosas que no necesita para satisfacer sus necesidades de aparentar lo que no es.   Distinta es la situación de quienes se endeudan para poder pagar el supermercado, pero en ambos casos se debe entender que parte del problema es generado por los propios ciudadanos, sea de forma voluntaria u obligada.

Por ejemplo de las posibles soluciones, se ha planteado como medida que los llamados “rostros” de la televisión reduzcan sus remuneraciones, pero se ignora que sus sueldos dependen de los ingresos que generan para los canales de televisión, y esos ingresos a su vez están determinados por el consumo que hace el público, tanto de los programas que conducen como de los productos que publicitan.   Ese estado de alegre inconsciencia de la gente que le permite la desconexión entre la crítica política y económica y su propia forma de vida es una parte esencial del problema.

La peor forma de esclavitud es aquella en que la persona acepta su esclavitud, pudiendo liberarse sobre la base de su propio esfuerzo.  Pero eso requeriría renunciar al consumismo y es evidente que a todos nos resulta más atractivo gozar de algunos bienes, aunque la realidad es que no los podamos pagar.

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