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Algo pasó en la semántica nacional. Algo como un torbellino nos expatrió los léxicos que servían para hacer comunidad. Se fueron desvaneciendo, para la angustia y el asombro de tantas y tantos, ciertas palabras en el diccionario cotidiano de la gente. Algunas impronunciables como “idealismo”, “utopía”, “sueños” señalaban en las últimas décadas una distorsión del ánimo, una suerte de trastorno desadaptativo o se convirtieron en materia de ficción o sustancia publicitaria. Ganó Sancho en la historia. La versión del Fin de las Utopías de entronizó y casi dejamos de sentirnos culpables de cruzarnos de brazos frente a la poderosa nada que iba ganando el espíritu como en La Historia Sin Fin, de Ende. Le pusimos precio al valor y comenzamos a sentir que podíamos o debíamos (poder y deber son dos palabras que avanzan en sentidos obtusos) comprarlo todo. Los derechos adquirieron moneda y se tasaron en la bolsa. Suena mercantil, pero no irremediable. Si es cierto que el lenguaje crea realidad –soy amiga de ese precepto- descuidamos algo no solo perfecto, sino también sagrado para referirnos a un mundo mercantilizado. Olvidamos “fe”, olvidamos “confianza”, olvidamos “certeza”. Incorporamos más “dudas”, más “miedo”, más “inseguridad”. Cuando nos saludamos advertimos al otro, otre, otra (sobre esta nueva linguística puede escribirse un ensayo aparte, porque también incorporamos “justicia”, “equidad”, inclusión en el transcurso de medio siglo, no sin heroísmos, otra palabra desacreditada).

¿Ha sido una batalla lingüística? Ha sido una batalla de la imaginación. Unos han imaginado el mundo en la dirección de la competencia, la imagen, el consumo, e incorporaron, naturalmente a su lenguaje, de manera cada vez más habitual “compra”, “ganancia”, “crédito”, “saldo”, “costo”, “interés”. Esas palabras han ido mordisqueando la posibilidad del imaginar de otros, otras, otres, que siguieron proclamando una resistencia desde perspectivas “políticas” alejadas del poder, asistémicas, contraculturales en el arte, la cultura, la sustentabilidad, la soberanía alimentaria, la alimentación consciente, el feminismo, la defensa de los recursos naturales, y tantas otras imaginaciones que han abierto puertas a un mundo que hace unas décadas no éramos capaces de imaginar.

A estas alturas, podemos decir que no da lo mismo cualquier imaginación. La misma que se proclamaba como vía de salida a la crisis institucional en París el 68 fracasó porque no tomamos en cuenta que la imaginación es un una cualidad de todos los seres humanos, que la imaginación es un espacio que creamos y que cobra realidad a partir del modo que elegimos manifestarla.

En medio de las marchas, en las calles, en las redes sociales, entre las barricadas, de frente a la milicia surgen nuevas lexicologías. Ha habido un despertar de palabras dormidas, en esta primavera de Chile, que vale la pena observar, para ver de qué manera se fraguó ese giro desde la imaginación de la gente.

“Nos cansamos, nos unimos”, entraña un enorme significado. Un plural que se había desvanecido porque no alcanzaba más allá del núcleo familiar, cada vez más estrecho, atrincherado en la familia (institución dudosa, de raíces económicas) como eje de articulación de la sociedad, entendida como un acuerdo mediante contrato conyugal que establece la administración de los recursos, derechos y deberes de un grupo cada vez más reducido de personas. En la cosmogonía mapuche, los seres humanos son responsables de todo lo que abarca su mirada hasta donde se pierde la vista en el horizonte en las cuatro direcciones. Eso implica todo tipo de vida, de espíritus, de materia. Nuestro “nosotros” se había achicado porque se hablaba de  “dividirse la torta”, en lugar de “compartirla”, de “chorreo” en lugar de “oportunidades equitativas”, de “yo me hice solo”, en lugar de “sin los otros, otras, otres nadie puede estar donde está”. La idea de que la “individualidad” es nuestra mayor fortaleza nos llevó al desamor, o a un tipo de amor sin compromiso, líquido como lo aprecia Zizek.

“Cansancio” es el término emotivo que explica la razón de una movilización de impresionantes dimensiones en un país donde también se ha usado la imaginación para “aprovechar”, “sacar partido”, “corromper”, “defraudar”, “estafar”, “ser winner”, “inteligente”, con “sentido comercial”, con “impunidad”. Los lugares comunes le ganaron a la belleza, el plástico a la vida, la basura a la invención. La pantalla, al libro. Digerimos cientos de imágenes por minuto, señales, información. No hay tiempo para la reflexión. Las comunicaciones se rigidizaron y deshumanizaron. El tiempo es un capital “costoso” que se invierte en “alienación” porque el “estrés” es máximo.

“Unidad”, en cambio, representa la emoción despierta de sentir que nadie está solo, que el mundo es más amplio, que existen salidas posibles, que la desigualdad social es imaginación de unos pocos que establecen control desde un poder que les damos porque habíamos dejado de imaginar la “participación ciudadana”, la “democracia”. Porque una gran mayoría de chilenos, chilenas, chilenes se dejó convencer de que la “trascendencia”, la “emoción de las cosas”, el “sentido superior de la vida” eran volantines, y dejamos de mirar el cielo, nos quedamos pendientes de no tropezar para no fallarle a la imaginación del “progreso” y el “desarrollo”. Nos compramos el imaginario de una vida confortable en espacios llenos de cemento y smog, y pagamos por un “costo de vida” que llegó a parecer indispensable, con un costo social alto y desigual.

El elidido “por lo tanto” en la expresión que proclama este giro social en Chile, representa un lazo de causa efecto que se desenvuelve en una línea de tiempo, que podemos imaginar lineal o no, pero que muestra “los procesos sociales” -que durante tantas décadas aparecieron maquillados por una aparente quietud de “oasis”-, como fenómenos inevitables cuando los imaginarios sobrepasan lo humano, se interponen en el camino del “corazón”, “explotan” “marginan” “criminalizan”, convierten la “diferencia” en excepción, la educación en “competencia”, la formación en “modelización”, el trabajo en “plusvalía”, la “renta” en el bien más deseado.

Es la humanidad “dignificada”. El alma que se pronuncia contra la brutalización, contra el entorpecimiento, contra el “abuso”. Y luego aparecen, como cantos angelicales, imaginarios que apuntan a la “paz”. Ingenuamente, parece que todos entendiéramos “paz” en el mismo sentido. No hablamos de paz “espiritual”, hablamos de “paz social”. No es la blanca paloma que vemos volar en la simbología publicitaria, sin matices. Es un estado de permanente respeto a los acuerdos fundamentales sobre la base de los derechos humanos de manera que se proyecte individualmente como bien-estar o mejor aún, bien-ser.

Una proclama de la dictadura rezaba “En orden y paz, Chile avanza”. En ese oscuro imaginario paz era sinónimo de control, y orden sinónimo de represión y censura. ¿Es posible avanzar hacia esa paz a través del “diálogo”? ¿El verdadero “diálogo”, no el “diálogo” de un imaginario plutocrático que proyecta una realidad donde unos pocos piensan y los demás obedecen, y donde el estado se “gerencia”?

La paz social de que gozábamos hasta hace poco era un privilegio que pagaba toda la ciudadanía pero que solo una fracción de ella gozaba a cabalidad. Es decir, sin deudas, con trabajos motivadores, buenos sueldos, capacidad de ahorro, derechos laborales plenos, viviendas adecuadas para el desarrollo de un núcleo familiar, seguridad social, buenas condiciones para el desarrollo personal y un etcétera que se transformó en el imaginario de todos quienes no gozaban de aquello. ¿”Resentimiento”? Sin justicia social no hay paz social. Sin equidad no es posible enderezar la balanza al punto que exista un bienestar general, mínimo, en lugar de una infelicidad permanente.

El derrotero de los nuevos imaginarios es más lúcido y honesto. Está impregnado del espíritu romántico de la utopía, de idealismo y sentido de transformación, de vanguardias y retaguardias, donde han sobrevivido las palabras con las que se ha alzado la voz de gente, multitudinaria, vibrante, llena de esperanza, de ilusiones, de sueños, pero consciente también de que la paz social se construye en la dirección que señalan nuestros ancestros indígenas: haciéndonos cargo cotidianamente, no dejando que sean otros, otras, otres las que construyan la realidad de la polis ejerciendo ciudadanía en el espacio público, ese que perdimos en la peor batalla de la historia de Chile, pero que recuperamos en esta nueva etapa.

No es tan complejo. Existe una declaración universal de derechos, que gobierna por sobre la institucionalidad de cada país. Y se han establecido derechos universales, para la infancia, para las personas con condiciones diferentes, para los ancianos, los presos, los creyentes. “Por eso ser sincero es ser valiente -decía Darío. De desnuda que está brilla la estrella…” No hace falta un proceso como el que se plantea en una operación que se funda en el imaginario del control social permanente a través de la letra chica, para implementar el respeto a esos derechos en razón de una soberanía que la gente ha decidido ejercer desde el imaginario de que es posible que los recursos del país financien el ejercicio de esos derechos para que la paz social no sea una torre de naipes. Un imaginario que exige solidez, coherencia, compromiso.

La profundidad de este proceso y sus resultados dependen de nuestra capacidad de imaginar un espacio donde todos, todas, todes tengamos el respeto por los otres, otras, otros a la misma altura de nuestras propias expectativas de bienestar.

Pero ojo, hay quienes simultáneamente imaginan volver “al orden” a toda costa. No quieren la justicia en la “primera línea” de la marcha, que sea la “barricada”, el canto, la consigna. Ese principio universal donde encarna un principio divino, que otorga a cada cosa el lugar que le corresponde en el orden de la creación, pero no sin destronar, derribar, desalambrar, no sin cambiar los imaginarios, no sin cambiar el lenguaje para que hagamos realidad “la justicia al poder”. Esa que no se compra, esa que no se vende, esa que hace que rehumanicemos la deshumanización sobre cuyas cenizas nace este fénix que avanza por las calles de un Chile sorprendentemente “inesperado”.

 

 

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