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Llevamos tiempo tratando de entender las razones por las que un grupo de gente, a lo largo de todo el país, ha preferido sumar violencia a las manifestaciones para protestar contra las injusticias de la sociedad, demostrando en ocasiones que este esfuerzo por comprenderlos no tiene como fin poder darles lo que reclaman sino que es solo para controlarlos.

A diferencia de los manifestantes pacíficos, este otro grupo que ha recibido todo tipo de calificativos que buscan acentuar su condición de antisociales, ha preferido el saqueo del comercio -sin distinguir entre grandes y pequeños- o simplemente la destrucción por el simple placer de causar daño a otros.

Para muchos análisis estas personas carecen por completo de sentido, de formación política o de compromiso con su prójimo, posiblemente porque no coinciden con la visión que tiene el analista, pero la verdad es que sí tienen un objetivo que es sumamente claro y válido para ellos, aunque en ocasiones pueda ser inconsciente: Se trata de expresar su malestar por una sociedad que, desde pequeños, los ha rechazado como seres inhábiles para participar en la vida de la comunidad.   Es un acto de catarsis, de desahogo.   Una explosión.

Este rechazo de la sociedad se debería a que los marginados no forman parte de los grupos de quienes predominan en la sociedad, a los que ven como privilegiados y lejanos:   No tienen dinero, no son cultos, no participan en política ni religiones  y, por lo tanto, no se les reconocen derechos ni la posibilidad de aportar a la sociedad en la que se encuentran insertos aparentemente por simple azar, como si a nadie le importara siquiera su existencia.

Son transparentes, inutilizados como si se les negara su misma condición de seres humanos.   Desde pequeños aprenden que no son queridos y que no tienen oportunidades en la vida.

Es por eso que, cuando se les pide que se comporten como se espera políticamente de ellos, ya sea para sumarse a las manifestaciones o para contribuir al orden que busca el Gobierno, sienten que no se les habla realmente a ellos porque no están acostumbrados a que nadie los tome en consideración más que para pedirles que no molesten.

Como el niño al que se le autoriza para entrar en la despensa de los dulces, estos marginados se sienten por primera vez protagonistas de la sociedad, gracias a la violencia y el desprecio hacia quienes los despreciaron en primer lugar y ese es un sabor tentador al que resulta difícil renunciar a cambio de promesas que saben por experiencia que nunca se cumplen.   A estas alturas hay que evitar los lugares comunes y pensar cómo se integra de verdad a los marginados para que sea cierto que el país lo hacemos entre todos.

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