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Existe un amplio consenso refrendado por las encuestas respecto de la gravedad de la crisis social que se vive en el país, similar a lo que ocurre también en otras naciones, en donde están haciendo crisis la democracia participativa y el sistema económico que comúnmente se conoce como neoliberal, dando como resultado el repudio de las instituciones republicanas y de las autoridades de turno, casi sin distinguir respecto de sus posiciones políticas.

En lo que no hay consenso -ni pistas remotas- es respecto a lo que viene después porque, aunque sea un asunto básicamente emocional, es necesario aceptar que la causa de la crisis no es Sebastián Piñera, por lo que su salida prematura del cargo no resuelve el problema.   Es posible que lo apacigüe por un par de días o semanas (con suerte), pero las dificultades permanecen inalteradas porque lo que estamos viviendo es un cambio de época e ignoramos lo que viene después.

En lo inmediato, carecemos de liderazgos capaces de comprender la magnitud del desafío porque los posibles nombres se vuelcan hacia un populismo de derecha o de izquierda y no reconocen la necesidad de cambiar el paradigma que es el que está en el fondo de la discusión.   El problema de las pensiones, la salud, la educación, la vivienda, en general los derechos sociales, son síntomas de un pacto social que ya no es capaz de ofrecer soluciones.

Carecemos también de pensadores capaces de proponer el contenido del siguiente paso que deberá seguir el mundo occidental.  Los desafíos los conocemos: La destrucción del medio ambiente, la incapacidad del planeta para asegurar la sustentabilidad de la especie humana, la injusticia en la distribución de la riqueza, el colonialismo financiero, el respeto a los derechos de las personas en todos los planos: Político, económico, social, nacional e incluso sexual.

Se hace necesario un cambio radical que va más allá de las ideologías y que debe enraizarse en la cultura de las personas, es decir la forma de resolver los problemas de modo que se pueden restablecer los equilibrios del ser humano con la naturaleza, y ese parece ser un propósito que sobrepasa largamente las actuales capacidades de los dirigentes actuales.

Es urgente entender que el ser humano no es el dueño del planeta, sino un habitante más.  Eso implica reducir drásticamente la explotación de los recursos y que la especie humana se adapte a sus reales posibilidades.   El desarrollo económico no es infinito y la política tiene que conducir a las sociedades hacia la comprensión de su verdadero papel en los ecosistemas, incluyendo hasta la reducción paulatina de las poblaciones, un aspecto que siempre se presenta en las novelas distópicas como la encarnación de una especie de apocalipsis imposible para la moral actual, lo que obliga a pensar en una adecuación de la moral dentro de un paradigma de supervivencia.

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