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Cuando desaparecen las certezas, como es natural que ocurra en tiempos de crisis, el ser humano manifiesta la tendencia a buscar nuevos ídolos a los que aferrarse en búsqueda de las seguridades que ya no tiene y en reemplazo de los viejos ídolos que ya no le sirven.

Ya sea una entidad con estatura divina o un simple ser humano que se destaca en algún ámbito, la idolatría se caracteriza por una devoción exagerada que, en la mayoría de los casos, impide a la persona un proceso mínimo de reflexión acerca de las cualidades de la figura elegida como salvavidas.

El ídolo, por su parte, sabe que la adhesión de sus fieles carece de raciocinio y tiene una responsabilidad moral al momento de decidir si se aprovecha de circunstancia para sus propios fines, sabiendo que sus seguidores no tienen el discernimiento para determinar cuándo están siendo abusados en su confianza.  La única barrera entre la honestidad y el atropello está en su propia consciencia.

De esta manera, el ídolo puede convertirse en líder y conducir a su gente en la consecución de determinado objetivo, lo que en el caso de la política significa generar un movimiento definible como populista, en la medida que la devoción no está relacionada con las ideas que se sostienen sino con el carisma del ídolo, que bien puede contradecirse sin afectar en nada el apoyo que recibe.

En tiempos agitados, mucha gente se deja llevar de la mano de estos ídolos que hacen de líderes, sin distinguir entre un estado y otro, solo por la promesa de un dogma que les resulta satisfactorio y, a la vez, les sirve como tabla de salvación.

Cuando los ídolos se posicionan en sitios contrapuestos, están dadas todas las condiciones para un enfrentamiento ciego que puede alcanzar la condición de una guerra santa en la que es válida la exterminación del contrincante en nombre de la fe.

Esta es la situación que se está generando en Chile.  Con bandos contrapuestos en los que la argumentación se ha reducido a denunciar las taras de la contraparte y la más absoluta renuncia a la posibilidad de buscar consensos, como si se tratara del peor de los pecados en el transcurso de una guerra santa impulsada por ídolos de uno y otro lado.

De la desconfianza respecto del que piensa y actúa distinto, pasamos primero al miedo y ahora a la paranoia.  El adversario político es un fanático que solo busca destruir el país y si él nos ve del mismo modo, es que todos hemos terminado por fanatizarnos siguiendo a nuestros nuevos ídolos.

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