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Es natural que en un escenario binario como un plebiscito, en el que solo hay dos opciones posibles, contrapuestas entre sí, se reduce la calidad de los argumentos y se llega a la situación actual en que el miedo a que gane la opción contraria sea la vencedora se constituye en un elemento de movilización para impulsar la participación ciudadana.

De esta forma, la discusión no apunta a la construcción de una propuesta sino a evitar las propuestas de otros, y para eso se recurre a la caricaturización y, por supuesto, a poner el acento en lo destructivo que resultaría el triunfo de la contraparte, apelando a la exageración de los supuestos defectos para despertar el miedo como argumento.

Junto con constituir un desplazamiento de la racionalidad como elemento de juicio y su reemplazo por los instintos más profundos del ser humano, esta estrategia menoscaba la calidad de las decisiones que debe tomar una sociedad.  Una Constitución es un acuerdo de convivencia común, cuyo valor depende en gran medida del entendimiento y aceptación de esta condición.

El problema de recurrir al miedo, que es una táctica antiquísima en su origen, es que arrastra a un escenario de polarización a las personas que aspiran a tener oportunidades de pensar en positivo, que están dispuestas a apoyar opciones intermedias y creen que siempre debe prevalecer el acuerdo.   A ellos se les tilda de amarillos, traidores incluso, de manera que se vean obligados a aceptar una de las dos alternativas que están a su disposición, sin estar plenamente de acuerdo con ninguna de ellas.

Estas personas -la mayoría silenciosa, como se les suele llamar para hablar en su nombre sin nunca haberse molestado en conocerlas- carecen de la fuerza necesaria para colocar su visión dentro de las opciones posibles, y eso no puede entenderse como que su opinión tuviera menos valor, porque precisamente una de las virtudes de la democracia es que todos los votos tienen el mismo peso, ya sea el del político activo, el del empresario que posee un poder otorgado por el dinero o el ciudadano a pie que solo se tiene a sí mismo.

La estrategia del miedo desmoviliza la capacidad de aportar de estas personas y las aparta del debate político que debe existir en toda sociedad.

La idea del miedo como argumento reduce la inteligencia en un país y polariza a la sociedad.  Es el miedo entonces el verdadero adversario, el que nos impide escuchar al que piensa distinto, saca a la luz lo peor de nosotros y nos retrotrae siglos atrás.

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