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El general Francisco Franco gobernó España con mano de hierro durante casi cuatro décadas. El dictador, quien aparentemente no sabía mucho de ciencia política (la mayoría de los historiadores lo retratan como un personaje mediocre que no sabía mucho de casi nada), tuvo, sin embargo, algunas ideas brillantes, amén de útiles para sus propósitos. Una de ellas fue convencer a los españoles de que la política era mala.

“Usted haga como yo y no se meta en política”, le aconsejó arteramente al director del diario falangista Arriba, Sabino Alonso Fueyo, en respuesta a su queja por las presiones que recibía de las distintas familias del denominado “Movimiento Nacional”, un conglomerado de entidades que aportaban el sustento ideológico a la dictadura. Corrían entonces los años 60. La idea de presentarse como un movimiento y no como un partido forma parte hoy de la moderna estrategia política, como consecuencia del desprestigio acumulado por las formaciones partidarias de corte tradicional.

La invitación de Franco a obviar la política tenía dos intenciones: la primera, que los españoles no pensasen en la falta de libertades que caracterizaba al régimen; y la segunda, que dejasen que otros se encargasen de aquella actividad contaminada y contaminante. Y él bien que se dedicó a hacer política, hasta el punto de que organizó la transición del régimen a su muerte e incluso pensó que había dejado bien atada su sucesión. Afortunadamente los españoles sí quisieron meterse en política y presionaron al establisment franquista para que emprendiese una transición democrática, cuyo punto de no retorno fue la aprobación mediante referéndum de una nueva constitución el día 6 de diciembre de 1978, apenas tres años después del fallecimiento del sátrapa.

Este sentimiento de aborrecimiento hacia la política se ha trasladado hasta nuestros días. Política es una palabra heredada del griego “πολιτικός” (“politikós”), que significa “de los ciudadanos” o “del Estado”. Hacía referencia al conjunto de derechos y obligaciones de aquellas personas que vivían en una misma unidad geográfica, la “polis” (la ciudad). De ahí que el término “ciudadanos” tenga connotaciones que van más allá del hecho de residir en una ciudad. Ser ciudadano es casi una categoría porque se asocia a los derechos y libertades que comporta el ejercicio democrático del poder.

Es decir, la política es buena per se puesto que supone la implicación de los administrados en su administración. La política es la distribución del poder para que éste no sea detentado por una minoría en detrimento de la mayoría. Cuando la política se materializa en el proceso de asignación de los recursos públicos se transforma, además, en una actividad económica muy relevante. Baste pensar que una decisión política relacionada con los impuestos tiene un efecto inmediato sobre la economía de cada ciudadano. La política son los hospitales, la educación, las fuerzas de seguridad, las infraestructuras y, sobre todo, las normas que permiten su regulación y su financiación.

Hoy no tenemos políticos que nos digan que no nos metamos en política, sino políticos que nos invitan a no parecernos a ellos y, en consecuencia, a dejarles todo el espacio para convertir la política en su eterno sustento laboral. “Hay líderes políticos que son auténticos cuñados”, ha dicho el filósofo Daniel Inneraty en una entrevista publicada en el diario El País. El “cuñadismo” es una voz coloquial que expresa la tendencia a opinar sobre cualquier asunto, queriendo aparentar ser más listo que los demás, si bien en su origen estaba más vinculada al “amiguismo político”, en referencia al gran número de cuñados que eran contratados por sus contrapartes en cargos públicos.

El desprestigio alcanzado por la política que hacen estos políticos retrae a buenos profesionales que pueden tener la sana vocación de prestar un servicio público. Es muy alto el precio que hay que pagar en términos de crítica despiadada y sospecha permanente de connivencia con los poderes económicos. A ello hay que sumar algo que resta: en términos generales, las posiciones políticas son peor retribuidas que las profesionales.

Hay miedo a meterse en política por temor a dejar el alma embarrada para siempre. Curiosamente, los que remueven el lodo han convertido al miedo en su principal herramienta. Los Donald Trump, Jair Bolsonaro, Andrés Manuel López Obrador, Viktor Orbán, Rodrigo Duterte y otros tantos que están en la mente de cada lector agitan sistemáticamente los miedos de sus compatriotas. Es lo que el escritor español Javier Marías ha denominado “el factor aversión”, cuyo origen es que “mucha gente no sabe lo que prefiere, pero sí lo que detesta por encima de todo”. Se vota más en contra que a favor. Se trata de detener al enemigo, bien por su ideología, bien por su falta de ella. Los partidos políticos se han convertido así en partidas de hooligans que practican sin sonrojo la posverdad.

“La Humanidad aprende a través del dolor”, asegura el filósofo Javier Gomá, pero desde luego no avanza cuando el miedo la atenaza. El miedo debe dejar de ser la emoción dominante en política. La principal herramienta para construir un futuro mejor es la esperanza. Cuando unos padres se sacrifican es porque creen que sus hijos tendrán una vida mejor, así habrá merecido la pena el esfuerzo. Los ciudadanos no debemos dejar la política solo a los políticos, tenemos que implicarnos más allá del voto para opinar, participar y proponer.

Una de las formas de luchar contra el miedo es ponerse en el peor escenario posible. Cuando uno imagina lo peor aquello ya no suele ser tan malo. Si pensamos que ya hemos alcanzado ese escenario nos movilizaremos para cambiarlo. Porque “la esperanza es como el sol, arroja todas las sombras detrás de nosotros”, dijo el escritor escocés Samuel Smiles. Ese día ha llegado.

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