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Pocos son quienes se auto consideran poseedores de una vida perfecta, los demás, generalmente, estamos entre las barreras de una vida común que contiene un poco de todo y, a veces, lamentablemente, para algunos, tiene más de malo que de bueno, o eso es al menos lo que se siente o se cree. Un viejo refrán dice: “no hay mal que por bien no venga”, es tan difícil de aceptar esta postura, sobre todo en ciertas circunstancias que, miradas desde cualquier ángulo, resultan ser atroces; cuando nos apresan las tinieblas y sentimos que nuestras creaciones caen alrededor, mientras nos invade el dolor de la pérdida. Al sentirnos extraviados en nuestro propio  mundo individual, el cual creíamos conocer tan bien, hasta que un infortunio nos sorprende y nos azota el miedo provocado por la incertidumbre. Qué hacer, cuando somos  atacados por una situación triste, desconsoladora, inesperada, que nos remece y ante la cual sólo nos queda esperar el desenlace de los acontecimientos.

En este punto, es que puede ser terapéutico, para nuestras almas, tener una mirada romántica de las formas, apreciando, en el día a día, las cosas más simples de la existencia, las que aún nos quedan.  A mí, en lo particular, me parecen fascinantes ciertos hechos  que componen la vida cotidiana: un cordel con ropa recién lavada que se seca en el patio, al vaivén del aire, al antojo de la humedad y del calor del sol, encierra tanta belleza.  Durante el sereno, saber que si la dejamos colgada toda la noche la  luz reflejada por la Luna la purificará bajo la contemplación brillante de las estrellas; luego disfrutar de la fragancia de esa ropa cuando se haya secado; doblarla, plancharla, guardarla como promesa de un nuevo día, en que cubrirá nuestro cuerpo con su calor o frescor según sea su génesis. El aroma maravilloso del pan recién horneado; el proceso de amasarlo con la ilusión del principiante en las lides de la cocina o con la destreza del que lleva años en este sabio y generoso quehacer.  La sincronía de recibir ese inesperado mensaje o llamado telefónico de quien habíamos estado, hace poco,  recordando. El olor a tierra mojada después de una lluvia fina, gentil que no sólo ha humectado la tierra sino que además ha refrescado el aire, ha vigorizado el color de los árboles, de las flores, de las piedras, de las casas, de todo el escenario en que desarrollamos la vida fuera de las paredes de nuestra vivienda. Observar la paz de una mascota que duerme tranquila, mimosa, segura de contar con el amor del ser que la cuida.  Prestar atención al vuelo de los pájaros surcando el cielo, muy alto, y oír su trino cuando se aproximan; admirar su hermosura si tenemos la suerte de que se posen cercanos a nuestra vista.  Muchos son los ejemplos que se podrían citar.

Ser un romántico no tiene por qué referirse, exclusivamente, a las parejas de enamorados.  Se puede tener un sentimiento romántico hacia la vida en sí, para disfrutarla desde un estado mental idílico al apreciar y vivir los instantes sencillos, para lograr, desde ese lugar de magia, recordar que:  a pesar de todos los problemas, que nos puedan aquejar, la vida es fuerte, indestructible, lo corroboramos al verla en el pequeño musgo que brota en el ladrillo, en el pasto que se asoma poderoso en la rendija del pavimento, en los insectos pequeñísimos que son tan magistrales como un gran elefante o un enigmático tigre y así, conscientes de estas verdades, aferrarnos, espiritualmente, con ternura, los unos a los otros, sabiendo que conformamos una unidad maravillosa, potente y colmada de misterio, habitante del ahora eterno en el cual podemos ajustar una positiva vibración, que nos proteja de todo mal, porque finalmente, todo es vibración en este Universo y depende de nuestro estado de conciencia hacer que funcione tanto para nuestro bien, como para el de los que vendrán a reemplazarnos, en algún momento futuro, sobre la faz de esta Tierra.

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