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Lo vi pintado en muros; reproducido en impresos pegados en distintos lugares de la ciudad inmersa en el estallido social que comenzó en octubre de 2019; en rojo, en negro, en papeles que fueron amarilleándose, desflecándose. Algunos permanecieron. Y uno de esos, fotografiado e impreso cuelga en mi mural de alambre de cobre comprado antes de las cuarentena, junto con los teléfonos médicos de emergencia y los de mis familiares cercanos; al lado de la vitamina C, la A, las gotas homeopáticas para  fortalecer defensas; los audífonos, algunas boletas, la muñequita regalada por una joven veterinaria colombiana que conocí en un pueblo cerca de Curitiba, en  Brasil, hecha a semejanza de las que entregaban las esclavas a sus hijos, cuando eran separadas de ellos (“para que te proteja”, me dijo) ….

“Mi único país es mi memoria y no tiene himnos”. Recién hace unos días supe que el texto citado pertenecía a la gran poeta Alejandra Pizarnik. La amiga bienamada de Cortázar; la que casi pierde los originales de Rayuela (dicen). La suicida que acabó sus días a temprana edad en París, cuando no pudo hallar las palabras necesarias para seguir escribiendo.

Hice mía esa frase cuando la vi por primera vez en una muralla en la calle Lastarria . Pero al pasar las semanas y los meses, me di cuenta de que mi memoria atesora algunos himnos. No los oficiales, sino canciones transformadas en “himnos”, coreadas por multitudes a lo largo de los tiempos. Música resonando en mi cabeza, acompañándome como mantra, en la expresión de sentimientos que ni un texto, un diálogo, o la lectura de un libro pueden contener…

El estribillo de la canción compuesta por Bob Dylan a principios de los 60 anticipando una temible lluvia, It‘s a hard rain’s a-gonna fall, estuvo en mi cerebro durante los días en que el estallido social me llevaba a caminar por calles vecinas a mi casa, esperando que se disiparan los gases lacrimógenos del jardín. Me recuerdo silbando bajito la melodía y repitiendo el estribillo de esa canción, cuando se decretó el Estado de Emergencia en Santiago (19 de octubre), con toque de queda incluido.

Y ahora que una epidemia nos mantiene encerrados recuerdo la respuesta del “ojos azules” cuando  le preguntan ¿y qué harás ahora ? (después de ver lo que había visto y detallado)

Caminaré hacia el abismo del bosque más profundo y oscuro,

donde hay mucha gente, pero sus manos están vacías,

donde los granos de veneno envenenan sus aguas,

donde el hambre amenaza, donde las almas son olvidadas,

donde el negro es el color, donde “ninguno” es el número.

Y lo contaré, lo hablaré, lo pensaré, lo respiraré…

Dylan escribió este poema, al que agregó música , en plena a crisis de los misiles. Con Kennedy en la Presidencia y la Guerra Fría en su apogeo ¿Alguien podría no recordarlo en estos días de furia en más de 75 ciudades incluidas Nueva York, San Francisco, Atlanta, Washington, en Estados Unidos, después del asesinato del afroamericano George Floyd?

He estado cantando viejas canciones como, Dust in the rain…. Todo es polvo que se lleva el viento, al leer que esta pandemia podía llevarse a cualquiera, no importando si eras rico o pobre (no era cierto); en el momento en que suspendieron el plebiscito para cambiar la Constitución (programado para fines de abril)  y cuando en todos los países proclamaban que los primeros sacrificados frente a la catástrofe sanitaria serían los mayores de 60 años porque los respiradores estarían destinados a los más jóvenes (luego corrigieron la edad, pero lo de los respiradores sigue tal cual ). ¡El baile de los que sobran, sin metáfora alguna!

En una noche de insomnio encontré un documental acerca de un trovador cubano, Mike Porcel, relegado al silencio e injustamente olvidado por sus compañeros de la Nueva Trova cuando quiso irse de Cuba. Me sentí como él, con mis sueños al pairo;  detenida, clausurada. Qué expresión más justa para el momento: estar al pairo es, según el diccionario, estar inmóvil, por indecisión o impotencia, ante un problema o una fuerza externa que se le viene encima.

Mi único país es mi memoria decía el personaje de Pizarnik en la pieza de teatro Los poseídos entre Lilas. Y si la frase me ha interpelado es porque “mi país” es más que el territorio donde nací, crecí y sigo viviendo. Porque siento que la patriotería ha sido explotada hasta niveles groseros desfigurando la esencia del concepto. El país que quiero, pero también temo y hasta, a veces, detesto, se constituye más allá del idioma conocido, las personas amadas, los olores, los cielos, los paisajes. Porque la memoria también me lleva a otros lugares, momentos, espacios, personas, colores. Arma y desarma territorios. Y en estos días de encierro se proyecta en sueños, afianza afectos, encuentra piezas de un puzzle incompleto.

Las video conferencias y los llamados por guasáp han reemplazado a los aviones. Durante el encierro forzado puedo ver a mis amigos que viven en países que ya están saliendo de la cuarentena o  donde no fue tan imperativo el “quédate en casa”.  Mis “buenas noches” se contraponen al “que tengas un buen día” de los madrugadores o viceversa. Mis días nublados y vegetación otoñal al sol que muestra calles con árboles en plena floración.

Y así como “vuelo” hacia otras latitudes y atravieso continentes construyo “mi país” en el pequeño territorio en el que transcurren mis días en tiempo de pandemia. En el escritorio que lucho por mantener ordenado;  el balcón transformado en un sitio multipropósito, con plantas que cuido como nunca; Y en el amplio jardín del lugar donde vivo. Allí encuentro a Facundo, el gato peli naranjo; los pájaros ahora más abundantes sobre los árboles; los niños pequeños que aún no entienden la necesidad de distanciamiento social y los más grandes haciendo un enorme esfuerzo para aprovechar al máximo la media hora de juego permitida con sus padres y espaciados a lo largo del día, para que todos puedan disfrutar de este lugar privilegiado espacio sin tocarse. Aprendo de sus mensajes y dibujos pintados entre turnos y disfruto las confianzas que se han ido construyendo ante el peligro de algo que nos supera.

Echo de menos el mar y la cordillera que tanto amo. Extraño los largos desplazamientos en metro, los vagabundeos, los diálogos en la calle, los encuentros en cafés, los viajes en bus, tanto como si estuviera en el exilio. Recurro a la memoria y a los archivos para recordar la vida “de antes”, que parece haber transcurrido hace tanto tiempo. Y escribo, como ahora, algún texto de trasnoche con la esperanza que alguien aparezca de repente diciendo que todo esto ha sido un invento; una especie de radioteatro con resonancias globales, al estilo del La Guerra de los mundos de Orson Welles.

Mientras termino este texto veo que el proyecto del cineasta chileno hispano Daniel Henríquez Rodríguez, La maleta de Francisca, ha sido seleccionado para el 16 Festival de cine biográfico que se celebra en Bolonia. Busco más datos de Francisca Yáñez (ilustradora que partió con sus padres al exilio cuando tenía dos años, igual que Daniel) y encuentro algo emparentado con lo que escribo: haber vivido la experiencia de migración le enseñó muchas cosas, dice la nota publicada en un texto publicado por Fundación la Fuente, “una de ellas es que la patria es un lugar que está adentro de nosotros”.

Una amiga del sur me cuenta que en las últimas semanas de auto cuarentena en su campo ha estado replantando retoños de árboles nativos. Me pregunta si quiero ser madrina de uno de ellos. Le digo sí, por supuesto, y le agradezco el honor.

Cuento al menos con una una certeza.

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2 Comentarios sobre “Mi único país

  1. Gracias María del Pilar! me he sentido conmovida por las respuestas que me han hecho llegar por guaspa o FB; , al escribir este texto pensé en todas las cosas que nos han pasado y que muchas veces no estamos dispuestos /a a admitir; nuestra debilidades, rabias, dudas, desencantos y también desesperanzas.
    Al día siguiente de subir esta nota me encontré con un vecino en el jardín. Estaba jugando con su hijita de cinco años y me contó tan pronto se enteró que llovería en Santiago comenzó a llamar a sus amigos para juntar telas impermeables en desuso, de esas con que se hacen letreros, y las llevó a un campamento de haitianos sin hogar que están viviendo en una comuna de la zona poniente de Santiago. Entonces me hice cargo de otra certeza: la existencia de una solidaridad que no muere. Abrazo a la distancia.

  2. Que profundos pensamientos, los delicados detalles de la memoria, las canciones viejas que permanecen, la fragilidad del mundo, el alma universal. Abrazos. Me conmoviste!

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