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En diciembre de 2019, antes de la Navidad, viajé a La Serena para retornar luego del Año Nuevo a Santiago. Necesitaba alejarme de esta ciudad que me ahogaba y angustiaba. 

Le solicité a la conserje del edificio que cuidara y regara las numerosas plantas que habitan en mi departamento de Providencia. Ella, con su habitual gentileza, acepto.

Cuando regresé en 2 de enero a Santiago, ella me recibió informando que todo estaba sin novedad pero que “había una pequeña sorpresa”.

Cuando ingresé al departamento estaba ordenado y limpio, sin nada que llamara la atención. En la terraza, que está protegida por enormes y frondosos árboles que la separan de la calzada, había un extraño reguero de restos vegetales. Revisando lo que sucedía, pude percatar que había un nido formado en una maceta de helechos, mismo que había desarmado, en un previo intento de construcción, un par de semanas antes.

El nido era una construcción hermosa, dedicada, trabajada en muchas horas y días. Una amiga me había dicho que las tórtolas eran medias tontas y que construían sus nidos en cualquier parte y que eran muy endebles. Debí discrepar de ella, éste era muy laborioso y estaba muy bien hecho.

Cuando iba a proceder a sacarlo, me percaté que habían tres huevos de tórtola y divisé, en medio del follaje de los árboles a una tórtola.

Decidí no perturbar al hogar de mis audaces okupas y dejarlas que continuaran con su ciclo reproductivo.

La pareja de tórtolas se fueron apropiando, con creciente soltura y confianza de la terraza. Defendían ardorosamente su territorio, con sus movimientos y cantos, para alejar a los loros que pululan entre las arboledas de Providencia, Ñuñoa y Las Condes. Se turnaban, día y noche, entre el macho y la hembra, para empollar los huevos, alimentarse y vigilar el nido.

 

Pasaron los días de empollamiento y ya era familiar sus cantos y compañía. Tuve que limitar el uso de la terraza durante los calurosos días de enero, para no molestar a la pareja que estaba dedicaba. Un buen día, muy temprano, antes de ir a trabajar me atreví a acercarme al nido, silenciosamente y pude ver cómo habían salido de sus cascarones tres polluelos, pequeñísimos, débiles y feos como todos los que recién han nacido.

Fue un espectáculo verlos crecer y como demandaban alimentos de sus padres, cómo iban saliendo sus plumas. Les dejé pocillos con agua y alimento para ayudar a los esforzados padres.

Fue testigo cómo uno tras otro, los pájaros fueron saliendo del nido y apoyados por sus padres, emprendieron el vuelo. Finalmente quedo sólo uno, me acerqué un buen día a fotografiar al que quedaba y al oír el canto de uno de los padres que observaba desde el árbol, emprendió vuelo.

El nido quedó completamente vacío y el silencio volvió a la terraza.

Hace un par de días encontré un la terraza a una tórtola apoyada en la baranda. Tuve la sensación que era uno de los polluelos que habitó en ella el mes de enero de este año.

Reconozco que esa idea me hizo feliz.

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4 Comentarios sobre “Historia de tórtolas

  1. Que lindoooo relato. Que maravillosa es la naturaleza en medio del cemento urbano. Hermoso lo que hiciste, ya que para muchos las palomas son ratones y viven fumigando. Gracias.

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