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L se pasea ufana con un tostador de lata que ha transformado en un Ipad y “teclea” de vez en cuando en los agujeros simulando estar concentrada enviando mensajes, mientras su padre y su hermano corren detrás de una pelota. Hace un par de semanas jugaba a ser jardinera y la vi poniendo tierra alrededor de una plantita de araucaria. El pasado verano cumplió años vestida de princesa de las nieves. Su vestido azul celeste le llegaba entonces hasta el suelo, pero durante esta cuarentena ha crecido algunos centímetros y trepa a media pierna.

José juega al fútbol en el jardín con su papá, su mamá y la hermana mayor. Hoy tiene puesta la camiseta del Inter de Milán y hace equipo con su madre, mientras el padre está en la parte contraria con la hermana. Simón los mira sentado en una silla plegable, desde el balcón de su departamento en el segundo piso, y grita cuando José anota un gol aprovechando de preguntar cómo va la cuenta, porque está un poco lejos de la “cancha” y los arcos no están muy visibles.

También yo he perdido la cuenta de las vueltas recorridas de punta a punta, intentando esquivar un pelotazo mientras trato de achicar mi recorrido para no impedir el libre desplazamiento de los jugadores. Entonces procuro caminar más a lo ancho que a lo largo del patio del condominio y saludo a Simón celebrando sus zapatillas de estar en casa tejidas a palillo, cosa que lo pone contento y locuaz.

La media hora de esparcimiento para la familia de José está por terminar, pero declara que se quedará un poquito de tiempo más mientras los padres y la hermana van de regreso al departamento, donde los espera un perro cachorro que ya no llora cuando lo dejan solo, porque en esta cuarentena le han habilitado un lugar de privilegio en la terraza y se ha acostumbrado a su nuevo dominio.

Mientras continúo dando vueltas en el único espacio permitido durante este encierro pienso en el guardia de la Pinacoteca del Castillo de Praga, caminando de un lado a otro en actitud marcial, en una sala donde era la única visitante dedicada a una detenida contemplación de obras de Lukas Cranach, Durero y Bruguel. Ya han pasado casi tres años desde que estuve en  la capital de la República Checa y comienzo a olvidar los nombres de las calles, puentes, iglesias y lugares que visité. Así también se desdibujan los proyectos que tenía para este año y el plan de actividades que pensaba cumplir se vuelve una meta casi inalcanzable; porque la deriva es incierta, las evidencias escasas y el tiempo se diluye sin saber cómo.

El viernes pasado conté las horas que ocupaba en cada tarea, intentando sacarme de encima el peso de los días “improductivos”. Descubrí que nunca como ahora- salvo cuando por razones de trabajo debía preparar minutas- había dedicado tantas horas a mantenerme “informada”.  Y comencé a variar la rutina, porque el día se hace corto y las horas transcurren muy rápido entre tareas de limpieza, cocina.  contención y autocuidado. Mejor ni hablar de las horas que se van en reclamar servicios que no funcionan como deberían.

En este encierro de duración impredecible y largas horas frente al computador, el ejercicio físico es casi una obligación. Así es que a diario doy vueltas como un hámster en el jardín deteniéndome de vez en cuando a mirar los brotes de alguna planta, el limonero que ha dado frutos como nunca y el cielo enmarcado entre los edificios y los árboles descubriendo las formas de las nubes o gozando del sol de invierno.

Tiempo inmóvil.

 

En algún artículo de los que leí  en estos días escuché esta expresión nada nueva, pero que hoy suena diferente:el tiempo inmóvil . No es el de Beckett, o de David Lynch; mucho menos es el de Proust o el de  Juan Carlos Onetti, porque el escritor uruguayo decidió libremente no salir de su cuarto o de su cama un día cualquiera. Tampoco es el tiempo de La danza inmóvil, la intrincada novela del peruano Manuel Scorza muerto prematuramente en un accidente de aviación, que en parte se refiere a esta detención no buscada y que para uno de sus personajes deriva en tortura.

La referencia vista hace un par de semanas tenía que ver con la suspensión obligada de actividades cotidianas y que para muchos artistas ha devenido casi en un pasmo. Pasmo de detención, no de asombro.  Algunos han tenido la suerte de poder o el rigor de seguir creando, escribiendo, proyectando y hasta, desescalada mediante, han vuelto a tocar, actuar, danzar ante un púbico mínimo.

Alfredo Jaar, artista visual radicado en Estados Unidos desde 1982, ha vivido el encierro en Nueva York una de las ciudades más azotadas por la pandemia. Allí, en su departamento creó un video con la imagen del entierro de víctimas del virus sepultadas en fosas comunes, porque nadie reclamó sus cuerpos, en la isla de Hart con música de Anouar Brahem. Between the heaven and me es como gran parte de las obras de Jaar una elegía al dolor, un grito frente al desamparo del anonimato.

Jaar participó en un diálogo convocado por Puerto Ideas junto a Leila Guerriero, escritora y cronista argentina, y el filósofo y artista visual Pablo Ciuminatto, el 22de junio.  El tema de la intervención fue El rol de la cultura y las artes en pandemia y post pandemia

Para Jaar la creación de cultura no para nunca, porque incluso aunque no esté visible se está en fase de articulación de ideas; ahora la cuestión es cómo representar en este nuevo contexto en el que el espacio de la cultura el último espacio de libertad que nos va quedando. Su planteamiento es: “Hay que tratar de arreglárselas para hacer arte a pesar de que el sistema quiere que hagamos otra cosa”.

Leila Guerreiro declara que el oficio del periodista es “salir, ver, volver y contar”. Pero con este estado de situación sanitaria de catástrofe “el mundo se nos está volviendo 2 D”. Para ella uno de los peligros es que nos acostumbremos a esta situación de encierro y que ya ni nos incomode esto de movernos como un hámster en un espacio delimitado, girando en un tiempo sin fin. Es en este punto, donde debe haber un trabajo de resistencia, dijo, siendo un desafío para los artistas: “Ponerle el cuerpo a recuperar el espacio público”.

Como una caja de música

Nunca lo privado fue tan público oí decir a algún periodista de espectáculos después del concierto One World: Together At Home Special convocado por Lady Gaga en apoyo a los trabajadores de la salud, en abril. Durante algunas horas, miles de personas siguieron el espectáculo por internet asomándose a la pretendida intimidad de Lady Gaga, Mick Jagger y sus compañeros de Rolling Stone, Paul McCartney, Maluma, Juanes, Stevie Wonder y muchos otros. Más íntima y con menor despliegue fue la oferta de Pedro Aznar que intercaló música y poesía como personal ofrenda a sus admiradores. Y la de Fito Páez interrumpido por su gato.

Abundan en estos días los premios de consuelo para conformarnos con este símil de espacio público sin fronteras, mientras dura el encierro, o “encerrona” como lo ha llamado el periodista John Lee Anderson (mirando desde su ámbito las peligrosas medidas autoritarias que se han incubado, a nivel mundial, durante esta larga cuarentena). Aumenta también el consumo de alcohol, de drogas de contagios …

No digamos que todo es malo. Las últimas lluvias rebotando sobre los techos nos llenaron de nostalgias y miramos agradecidos el albo brillo de la cordillera sintiendo, algunos, una suerte de placer culpable por todos los sin casa padeciendo por las gélidas temperaturas. Y mayor culpa aun por quienes nada tiene y deben salir a diario a buscarse la vida.

En el encierro los sonidos se potencian. Con algo de imaginación, la aspiradora de la vecina hasta puede sonar a una perfomance de John Cage, el artista norteamericano (compositor, artista visual) para quien todo puede transformarse en música… hasta el silencio. La luna asomándose entre los árboles, en este ir y venir de una punta a otra, provoca a la escritura. El tiempo sin calendarios ni relojes alarga las lecturas. Veo crecer a los niños y niñas y ellos me asumen como parte de su cotidiano en la hora de recreo.

Pero el síndrome de hámster se precipita cuando las paredes comienzan a apretar. Y cuando escucho una, y otra y otra voz resignada a la mera comunicación a través del teléfono o de la video llamada. Pienso nuevamente en Leila Guerreiro y su alerta: “Esto no tiene que durar un minuto más de lo necesario”. Y me preparo para salir del espacio circunscrito sin temor al precipicio.

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2 Comentarios sobre “El síndrome de hámster

  1. Muy agudas observaciones del encierro y el drama de los artistas. Me encantó lo de “tiempo inmóvil”. Ese sentir que las cosas se repiten y pierdes la noción del tiempo. Abrazos!

    1. Gracias María del Pilar. se pierde la noción del tiempo y de las cosas a veces. Hace dos días bajé al jardín (abierto) y me descubrí sin mascarilla. Volví corriendo a buscarla. Eso, más todo lo que ocurre afuera … el gran Temor . Pero también la alegría de sabernos a salvo y aprendiendo cosas nuevas (un privilegio frente a tantos y tantas afectados por el desastre económico que esta pandemia ha puesto más de relieve).

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