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No es casualidad que, desde el punto de vista etimológico, las palabras dignidad e indignación estén vinculadas.  En estos días hemos presenciado diversas situaciones que han afectado la dignidad de las personas y han provocado la lógica indignación de quienes se sienten afectados, ya sea en forma directa o indirecta.

En primer lugar -por orden cronológico- la confusa forma de entregar las ayudas estatales para ir en auxilio de las personas que han sufrido en su economía doméstica por el Covid-19.  Todos hemos visto largas filas en el Registro Civil para obtener la clave exigida para empezar recién a hacer los trámites o en las sucursales de las AFP’s para obtener información acerca de la entrega del 10 por ciento de los fondos previsionales.    Si bien se ha insistido en que todo se puede hacer por Internet, las filas están ahí para demostrar que la promesa no ha sido eficiente y que la modernidad pretendida no era tampoco tan extendida.

Luego, lo ocurrido en la Región de la Araucanía, en donde las tomas ilegales de mapuche de algunos recintos municipales ha sido reprimida por grupos de civiles igualmente ilegales pero actuando bajo la protección de la policía, la misma que en nombre del Estado ha militarizado la zona en nombre del Estado de Derecho, ignorando que la primera violación del Estado de Derecho fue la usurpación de las tierras indígenas desde los parlamentos del Siglo XVII.

En tercer lugar, el asesinato de Ámbar Cornejo, una adolescente que encarna gran parte de lo malo que hay en nuestra sociedad.  Hogares mal constituidos, menores desprotegidos en sus derechos, un sistema judicial que libera prematuramente a un asesino y permite que la adolescente y su asesino coexistan en el mismo espacio y momento.

Evidentemente, cada uno de estos asuntos merece un análisis más profundo, pero la intención es establecer la conexión entre ellos por medio del aspecto de la pérdida de dignidad y de la responsabilidad del Estado en estos hechos.   La dignidad emana de la condición de ser humano, no de la de ciudadano, consumidor o elector.

No es lógico esperar que el Estado resuelva los problemas particulares, pero sí se espera que intervenga cuando las dificultades son generalizadas y que contribuya a crear las condiciones para que cada uno, en base a su esfuerzo, pueda acceder a condiciones de vida dignas, y eso es precisamente lo que ha venido fallando.

Tampoco es lógico justificar los actos de violencia en base a ese sentimiento de indignación si existen mecanismos legales para obtener la protección anhelada, pero a diferencia de otros casos en que la ciudadanía tiene una dosis de responsabilidad, en estas situaciones el Estado es el primer responsable.

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