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                                                                                                                             “Al avanzar juntas, bajo la bella luz del día,

Mil oscuras cocinas, mil lúgubres fábricas.

Se alumbran con el esplendor de un rayo de luz,

Porque la gente nos oye cantar: “Pan y Rosas, Pan y Rosas”

 

James Oppenheimer

 

Para lograr una masa madre realmente exquisita y eficiente se debe seguir un proceso que involucra un oficio lleno de ternura y de paciencia. Primero debe escogerse la harina más adecuada, la más pura. Se mezcla con agua tibia, que no queme, que no enfríe. El lugar de la preparación debe tener una temperatura también adecuada: calidez en el entorno. Yo agrego música y baile y un toquecito de azúcar para que leude bonito.

Lo que sigue se llama, comúnmente, “alimentar” la masa. Cada día, sobre la mezcla crecida, se añade nuevamente, con tibieza, el agua, la harina y el azúcar, por lo menos –dicen algunos- 21 días. Y ahí la tienes. Esa mezcla es la base para el pan. La vuelves a alimentar, separas un poco, que seguirá desarrollándose, según la atención y cuidado que se le preste, y el resto lo abundas con la cantidad de harina y sal que necesitarás para la hogaza.

Pensaba que se le daba ese nombre a la masa porque de ella nacían las restantes. En algunos lugares del mundo hay masas de hasta 300 años de antigüedad. Ahora comprendo que se trata de los dones que deben ponerse en juego para que esa humilde amalgama cobre la virtud de ser alimento, multiplicado a través de los siglos, como una promesa escrita en algún cielo, que un ancestro gallego mío habrá llenado de ostias malparidas porque era ateo y anarquista. Y panadero.

En estos días se conmemoraba, como hace casi un siglo, el día trasandino del panadero anarquista. Y es que en una oleada de exilio, entre tantos exilios,  llevó a unos miles de “gallegos”, como les dicen por allá, hasta el Río de la Plata, y desde allí, sorteando afluentes a distintos lugares de la patria hermana, y claro, cruzaron también la cordillera. A uno y otro lado y en otros tantos derroteros, México, Venezuela, establecieron pequeñas panaderías, muchas de las cuales servirían sin lugar a dudas para las reuniones de los sindicalizados, agremiados, proletarios del mundo que iban por la línea de la utopía más grande, libertad, autogobierno, solidaridad.

Palabras que se mezclaban con el pan. Cantos anarcos que hacían que las masas tuviesen gramos invisibles de una convicción que dio tantos héroes y tantos mártires, algunos que viven en la memoria colectiva, alzando sus voces libertarias, otros anónimos que siguen reproduciéndose en las eternas masas que continúan llegando a donde más falta hace, aunque no haya otro alimento.

Sagrado oficio. La ilusión de un mundo que a veces se parece a la anarquía y con cuyos ideales no puedo si no acordar.

En Chile, después de los colonos españoles, fueron los mapuche –también en un exilio, entre tantos- los que encendieron las hogueras al amanecer para entibiar la ruca, la trasplantada ruca en las ciudades que los vencían, oscurecidas a la fuerza, para replicar el sagrado habitáculo. Y desde allí iban naciendo las panaderías de los barrios, el olor del día, las palabras de la oración más antigua. También los mapuche leudaron sus gritos de libertad mientras sus manos amasaban esa noble forma para redondearla temprano, bajo el influjo del sol, y el ngen de esos panes llegaba hasta los hogares de la población, el vecindario, el condominio. Ese pan democrático y simple. El de todos los días.

En octubre de 1789 un grupo de mujeres hartas de la escasez y de los altos precios del pan en la Francia revolucionaria decidieron tomar cartas en el asunto para cambiar su situación. Entre los días 5 y 6 de octubre miles de mujeres se lanzaron a las calles de París liderando una marcha histórica que las condujo hasta el Palacio de Versalles, cambiando para siempre el curso de la Revolución. Esa marcha es conocida hoy como la marcha a Versalles. Pan y lucha. Pan y guerra.

¡Exigimos pan y el fin de la guerra!, gritaron las mujeres a millares en Rusia, iniciando por efecto dominó la caída del zarismo. Fue un 8 de marzo de 1917. Ese día que pasó a ser la conmemoración de la lucha de las mujeres por la emancipación.

Masa madre y revolución. Es que el ingrediente secreto  en la generosidad está integrado en la levadura natural, en el gesto de reproducir, reproducirse, ocupando el espacio necesario para crecer y desarrollar todo su potencial. Las manos de los panaderos, las manos de las panaderas. Las del hogar, hicieron en el pan de cada día una mezcla de revolución, justicia y valor.

Si el pan falta, siempre habrá una revolución. Si la anarquía falta, la humanidad estará anulada. Si la generosidad falta, el pan será amargo.

 

 

 

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