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En una tarde fría y húmeda, rodeada de sus hijos y nietos, hace diez años, se fue mi madre. Le rezamos un Ave María mientras se iba extinguiendo, era lo necesario para ella, quien siempre tuvo una fe absoluta y total en que esta vida sólo era un peregrinaje para alcanzar una tierra mejor, sin dolores ni tristezas.

Unos minutos antes de su partida, escuchamos con voz clara y nítida, su última expresión: llamó a su nieto Pablo, el único que no había podido llegar a despedirla. Lo llamó para abrazarlo y bendecirlo, porque quizás así se despedía de todos en uno, expresado en aquel al que quiso más porque honraba su historia y la decisión de perseverar.

Recuerdo la devastación y la desolación de su partida. Un vacío quedo en mi existencia y me acompaña hasta hoy, a pesar que la veo siempre presente en todas sus pequeñas y grandes obras, en un recuerdo preciso de lo que hacía y en una valoración cada vez más potente de su legado. 

Fue una mujer chilena, una anónima constructora, una persona fuerte y trabajadora. Cuando revisamos su vida, nos sorprende la pobreza y carencias que debió superar. Era una mujer inteligente y habilidosa. Tenía las facciones propias de nuestra herencia mestiza y el carácter propio de esa mezcla: fuerza, convicción y tozudez. No he conocido mujer más convencida de sus propias convicciones.

Estudió lo más que pudo y al no poder concluir su bachillerato, el resto de su existencia se dedicó a leer y aprender. Una mujer siempre con esperanzas, de carácter firme, como toda madre nortina. 

Su carácter fuerte fue necesario para mantener una  familia de 8 hijos. No era del cariño fácil ni empalagoso, pero sí del gesto preciso y del ambiente para que existiera respeto, comunión y conversación.

Fue modista, cocinera, agricultora, constructora, comerciante. Todas esas tareas las desarrolló excepcionalmente bien. Como cocinera era brillante y su mano era prodigiosa y milagrosa; hacía exquisiteces a partir de pocos ingredientes y siempre innovaba y creaba, para deleite de sus habituales comensales. Reproducía el alimento y nunca faltó comida, ni en los momentos de mayor pobreza, que no fueron pocos.

Trabajaba en sus horas libres y con sus ahorros se pudo adquirir la vivienda familiar que aún existe en La Serena.

Confeccionaba ropa y al que escribe estas líneas le regalaba hermosas camisas de su creación.

Mujer con opinión política, nunca dejó de manifestar la misma, le preocupaba el país y quería profundamente a su patria. No era amiga de extremistas ni tiranos, fue una mujer demócrata y fue feliz con el retorno de ella a su país. Pero era una demócrata de verdad: a pesar de sus convicciones, nunca impuso su punto de vista y en su mesa se podía discutir libremente. Respetaba al diferente, acogía y conversaba. 

Para mí, lo más importante fue su actitud de madre y compañera. Sabía leer los estados de ánimo y realmente vivía los dolores y angustias de los suyos. No fue muy amigo de contar mis dramas adolescentes y juveniles, esos que te desgarran y cuestionan, pero sabía que mi madre los comprendía: era atenta y gentil, comprensiva y cariñosa en esas horas terribles. Recuerdo que cuando estaba melancólico y triste, ella siempre me regalaba con una comida que sabía me alegraría, con una caricia discreta y sencilla, pues fue siempre enemiga de lo meloso y ostentoso.

Fue una mujer de fe sencilla, pero profunda. Trató de vivir en amistad con su Creador y siempre lo vio cercano. Así me lo mostró a mí y mis hermanos, en el gesto de acogida y preocupación, en la acción de profundo respeto con el prójimo, de amistad sincera con los que debió convivir e interactuar.

No deja de sorprenderme su capacidad de entregarse y gastarse por los demás, de no olvidar el dolor ajeno, de sentir compasión por el dolor, de esforzarse por acompañar al sufriente. Criada en el seno de familias extensas y pobres, aprendió el sublime valor de donarse a los otros, como verdadero acto de amor.

Conversadora empedernida, mi recuerdo de ella son sus infinitas historias y recuerdos, con los cuales he podido reconstruir las vidas de los que partieron antes y también la del compañero de su vida, mi padre, que era una persona sencilla y tímida, que le costaba expresarse. El valor de la conversación, de la historia contada de boca en boca, de los recuerdos familiares que son el testimonio de vidas pequeñas y generosas, llenas de dignidad en medio de la pobreza, de esperanza y esfuerzo en medio de la desolación y la injusticia.

Las personas viven mientras las recordamos. Yo veo a mi madre en eternas caminatas con sus hijos y nietos, contándoles historias increíbles, con sus dichos y moralejas, tan sencillas como profundas.

La recuerdo haciendo presente que el pan no se desperdiciaba, por lo cual lo que aquí se botaba, en otra parte faltaba. Siempre me recordaré que cuando me ponía mañoso cuando pequeño me decía que en Biafra había niños que no tenían comida y yo me preguntaba ¿Qué es Biafra?.

Cada comida tenía una historia, cada alimento su importancia. Resulta gracioso mencionarlo, pero hasta hoy tengo presente que había que comer zanahoria para no tener problema en la visión y agregando, siempre ¿has visto algún conejo con lentes?. Hoy uso lentes, quizás debí hacerle caso, pues era pura sabiduría.

Tengo presente esta adivinanza que nos contaba cuando preparaba carbonada, que siempre resultaba sorpresa y fiesta:

En tres trocitos bien picados
de carbón pasó a guisado;
Ada fue quien te lo hizo,
saboréalo que es un guiso.

Esa adivinanza, tan breve y jovial, es un buen resumen de la vida de una mujer que con poco hizo mucho, que transformó las vidas que tocó, que vivió en un milagro permanente, que sintió con absoluta compasión los dolores y alegrías de su tiempo, una mujer que supo ser la mejor madre y la más excelsa compañera de los que amo.

Así la recuerdo: vivaz, sencilla, esforzada, alegre, agradecida y siempre esperanzada.

Han pasado diez años desde su partida y su ausencia me conmueve.

Nada ni nadie puede reemplazarla.

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