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A una semana del plebiscito, resulta natural que las emociones empiecen a ocupar el espacio de las razones, y dentro de las posibles emociones parece resaltar entre todas el miedo.   Miedo a una revolución, miedo a una contrarrevolución, a que el esfuerzo para concordar una nueva Constitución no sirva de nada o que, por el contrario, se traten de borrar la historia nacional y la legislación elaborada por siglos.

No cabe duda que hay muchos aspectos que mejorar en nuestro orden constitucional, pero sí muchas incertidumbres respecto de que esos cambios sean posibles, pero la esencia de nuestro ordenamiento reside en la convivencia entre nosotros mismos.  Una Constitución establece legalmente el marco en el que las personas pueden o no pueden hacer determinadas cosas y acceder a ciertos derechos y cumplir otros tantos deberes, pero si no aceptamos la necesidad de convivir de manera civilizada entre quienes pueblan el mismo territorio no hay Constitución que pueda establecer una forma de convivencia que sea justa y aceptable para todos.

En esta última semana de campaña están reflotando los fantasmas del pasado, cuando se debió imponer por la fuerza un orden que no era aceptado por todos, y es natural que resurjan también los miedos a repetir la historia.

Una de las características de los últimos años de la historia de nuestro país ha sido la desconfianza.  Por desconfianza los barrios se han discriminado para apartar a los que son distintos de nuestro entorno; por desconfianza hay un trato opresivo sobre quienes deben -en una opinión particular- ser mantenidos bajo el rigor de la necesidad material; es por desconfianza que no nos mezclamos gentes de distintas familias y es por desconfianza también que miramos con temor a los inmigrantes.

La desconfianza y su producto natural que es el miedo son malas guías para ordenar la convivencia entre las personas, y aunque resulta difícil revertir la situación ese es precisamente el esfuerzo que debemos hacer de manera permanente y que constituye un propósito mucho más trascendente que un cambio constitucional.

Se necesita que la esperanza reemplace al temor, que el ánimo de construcción sustituya a la sed por la destrucción, aceptar al que es distinto y reconocer en el otro la misma dignidad que nos otorgamos a nosotros mismos.   No hay soluciones perfectas ni recetas mágicas, pero sí existe la posibilidad de evitar nuevos problemas y eso requiere inteligencia y una verdadera vocación por la justicia.   No hay que olvidar que compartimos el mismo país, al que consideramos nuestro hogar, y eso nos hace una comunidad.

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