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El mundo ha cambiado y resulta inútil analizarlo con las lógicas del siglo pasado o antepasado.    Hay nuevas realidades y nuevas formas de tratar de entenderlas y de solucionarlas, por lo que resulta forzado y erróneo reducir la situación actual a categorías que tienen cien años o más y que probablemente ya no siguen vigentes.

Lo que define la esencia de estos tiempos es que son profundamente líquidos, y como tales las mayorías y minorías se desplazan de un polo a otro sin mayor explicación que la reacción a las situaciones que se producen en la sociedad, como lo hacen las aguas del mar siguiendo en cada marea a la luna.   Los movimientos migratorios, el calentamiento global, el surgimiento del feminismo, entre muchos otros, son factores relativamente nuevos que inciden con creciente fuerza en la vida política de las naciones y tienen la capacidad de determinar el voto de las personas, más allá de las adhesiones más o menos generales a lo que se supone que son las izquierdas o las derechas.

Ya no se le puede pedir a las personas que sigan pensando que un modelo de pensamiento determinado es pernicioso como se les asegura, si no lo conocieron en su formato anterior y ahora se les presenta con un ropaje nuevo.   Recordemos que Adolf Hitler fue electo democráticamente, y es probable que con un nuevo discurso podría ser elegido de nuevo en estas otras circunstancias porque los votantes tienen una memoria de corto plazo y, en muchos casos, no tienen los elementos de juicio para diferenciar entre la sonrisa del cartel con las propuestas reales del candidato que le pide su voto.

Eso es, más o menos, lo que sucedió con Donald Trump en Estados Unidos o con Jair Bolsonaro en Brasil.  Son personas que, en el papel, no debieron nunca ser elegidas porque representan lo peor de los valores que promueve la democracia, pero lograron sintonizar en un momento determinado de la historia con un electorado que, sin mayor formación política, pero con muchas creencias respecto de lo que podría ser mejor para sus países, decidieron darle una oportunidad a estos candidatos que supieron prometerles lo que sus oídos querían escuchar.

¿A quién culpar entonces?   ¿Al oportunista que supo detectar cuál era su momento, al electorado soberano que con total libertad tomó cierto riesgo, o a quienes crearon con sus errores la necesidad de contar con un líder que prometiera el retorno a las glorias del pasado?

No es un asunto fácil de resolver, pero lo que sí es claro es que el votante de cierta línea se siente cada vez más liberado para cambiar el sentido de su voto de acuerdo a su propia consciencia, y a pesar de lo que le digan sus líderes tradicionales sin darse cuenta que, al mismo tiempo, está aceptando sin cuestionamientos la explicación de la realidad que le ofrecen los medios de comunicación o sus pares en las redes sociales.

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