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El entrenamiento militar no consiste en aprender a usar armas y estrategias, es la parte más sencilla. Recuerdo haber hecho clases a conscriptos del regimiento de Coyhaique. Se sentaba en la primera fila un niño (no tenían más de 16 o 17 años) que intentaba hacer las cosas de la mejor manera. Al principio, fue desafiante. Después lo primero que hacía, incluso mientras yo pasaba lista, era hablarme de su entrenamiento. Se sentía orgulloso. Un día me dijo que podía armar un fusil con los ojos cerrados.
-¿Por qué no lo armas con los ojos abiertos? –le pregunté.
-Cuando estemos en guerra tengo que poder armarlo en la oscuridad.
-¿Con quién vamos a estar en guerra? –le pregunté
-Con Los peruanos, me respondió.
Corría el año 2003.
La educación tiende a perder sentido frente al adoctrinamiento. ¿Qué didáctica, qué objetivos, qué enseñanza? Tenían que sacar la enseñanza media. Eso, mientras les iban llenado la cabeza de guerras inexistentes o quizás planeadas en algún mapa de inversores poderosos. Esos chicos eran la carne del cañón que creían iban a disparar.
El entrenamiento era cruel. Debían resistir horas de pie, sin dormir y yo les pasaba películas. Decían que les recordaba a sus mamás. Eran jóvenes de Lota, de Chiguayante, de Lebu. De las zonas pobres del centro del país. No eliges ser milico raso. Era para muchos la oportunidad de salir de la población, de la pobreza. Las oportunidades del neoliberalismo no chorrean tan abajo.
El entrenamiento militar consiste en construir un enemigo y parapetarse contra él. Consiste en subrayar la “otredad”, la “diferencia” con ese enemigo. Marcar territorios, cavar trincheras. Fabricar monstruos. Consiste en anular y diezmar. Lo aprenden con muñecos de cartón, con dianas de papel, con objetivos que no tienen rostro. Lo aprenden mientras entonan himnos de amor a la patria y esa patria tiene jerarquías, uniformes, grados, instrucciones, protocolos, pero no humanidad.
Me llamo Francisco, ¿y tú?, le dijo el joven al sargento que lo apuntaba. Francisco era de Puente Alto, de un barrio pobre. Todos conocían a Francisco, menos el sargento que le apuntaba porque como táctica militar es preferible que haya “distancia” entre los uniformados y la población, de modo que los posibles lazos afectivos no interrumpan los “protocolos”. Francisco era artista callejero. Francisco portaba armas de bisutería. De cuatro balazos el sargento acabó con dos vidas. La del joven malabarista y la propia.
Ahora, mientras los canales trasmiten momento a momento los detalles del velatorio del joven, pienso en ese sargento. Lo imagino encerrado en su habitación, sin armas, casi desnudo, como un preámbulo de lo que será el resto de sus días. Lo imagino aterrado.
Ahora, mientras la muerte acusa una despedida y un juicio que lo condenará a prisión, me pregunto qué podemos aprender de esta herida y de tantas otras que se parecen a esta. ¿Qué debemos aprender de los ojos mutilados, de los cuerpos heridos, de los pechos desangrados?
¿Por qué disparó? ¿Por qué si tuvo la oportunidad de no hacerlo? ¿Por qué si pasaron varios minutos en los que pudo controlar la situación? ¿Por qué si Francisco le dijo: Me llamo Francisco, y tú?
Esa pregunta solo esperaba una respuesta, y sin embargo el miedo (ese que les hacen beber, comer y traspirar mientras los entrenan), lo hizo disparar. No una vez. No para “reducirlo”.
No le disparaba a Francisco, le disparaba a la versión militar de lo que un enemigo es. No le preguntó en qué creía, cómo pensaba, qué sentía. No lo vio. Ya sabemos en nuestra historia el costo de la “órdenes militares”.
Y ahora que lo imagino sin uniforme, sin armas, sin rango, a punto de enfrentar un juicio, recuerdo una frase bíblica que no sé ubicar: “Señor, toma mi venganza y hazla justicia”.
Porque Francisco era libre y el sargento no. Porque Francisco le dio una oportunidad. Porque Francisco le preguntó su nombre y en lugar de una palabra, escuchó disparos. Porque quizás ese sargento no sabía cómo se llamaba además de sargento. Porque quizás su única forma de decir “yo soy” era apretando el gatillo.
¿Y ahora? Siento tristeza por ese sargento, ese hombre sin nombre –la defensa pidió que se reservara su identidad, privilegio de uniformado.
Siento orgullo de Francisco. Por la valentía de ser pobre y no venderse. Por la valentía de vivir a contrapelo. Por preferir ganarse la vida sin hacer daño. Por cuidar a dos perros, por apoyar la causa mapuche, por creer en el ser humano.
-Me llamo Francisco… ¿y tú?

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5 Comentarios sobre “Me llamo Francisco, ¿y tú?

  1. Profundo dolor por Francisco.Carabineros debe modificar sus métodos de formación de sus funcionarios.Por motivos laborales trabaje muy cercana a ellos y constate que su máxima autoridad daba una orden y los mandos medios no obedecían y en terreno daban otras exponiendo a la población a la amenaza de la violencia conveniente para ciertos sectores políticos.Por suerte y constancia con la jefatura de carabineros lo que ocurría salió a la luz de la autoridad a la que no respetaban.

  2. Yo me llamo Guido, y tu…?
    Francisco, desde la lejanía de mi comodidad, quisiera expresarte que admiro tu valentía y coraje, y al mismo tiempo, te pido perdón, por desviar la mirada en esa esquina en que mostrabas tu arte y dispararte al cuerpo mis balas de indiferencia.
    Permíteme recoger tu cuerpo inerte, lavarlo con mi llanto y el de miles y revivirlo en los altares de los justos, que inmortales siguen inspirando la eterna lucha por un mundo más justo y solidario para todos.

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