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No es por llevar la contraria a la masa social o tal vez sí, pero empieza a inquietarme esa creciente tendencia a utilizar la sencillez como principio casi teológico para cualquier manual de gestión. Tanto es así que si buscas citas relacionadas con la complejidad, casi todas te llevarán a la sencillez.

Si todo fuese tan sencillo no habría guerras ni hambre en el mundo, la libertad no sería una idea fácil de expresar y difícil de llevar a la práctica y para educar a un hijo bastaría con seguir los consejos que todo el mundo ofrece después de que los que ha recibido antes de la maternidad o la paternidad no le hayan servido para guiar la infancia y, sobre todo, la adolescencia de sus vástagos. Ya lo decía el escritor, profesor y psicólogo Daniel Kahneman: “Somos incapaces de desentrañar la complejidad del mundo, así que nos contamos un cuento simplificador para poder decidir y reducir la ansiedad que nos crea que sea incomprensible e imprevisible”.

El Planeta, la Tierra y quienes la habitamos, estamos inmersos en complejas problemáticas y, sin embargo, los marcos ideológicos desde los que buscamos soluciones son de una simpleza enorme (fíjese el lector que “simple” y “muy grande” son términos que pueden bailar bien juntos, pese a su aparente desacoplamiento). La dificultad de los problemas es utilizada por una nueva vieja ideología, el populismo, para ofrecer soluciones sencillas y fáciles de asumir emocionalmente. El populismo toma su fuerza del fracaso de las ideologías tradicionales en la resolución de los principales desafíos que afronta el ser humano cuando vive en comunidad: proveer de alimento físico y psíquico y gestionar la convivencia.

La simpleza favorece el maniqueísmo, una visión del mundo que no asume la responsabilidad por los males cometidos, ya que considera que no han sido fruto de la libre voluntad, sino por la intervención del dominio del mal en la vida del individuo. Es fácil dividir entre buenos y malos cuando tú te sitúas siempre del lado de los primeros. La riqueza de muchas elecciones no se encuentra en los extremos que dibujan el negro y el blanco, sino en los matices que aportan tantos grises como perspectivas.

Las tendencias en comunicación tampoco ayudan a que nos esforcemos para entender un mundo que, por su naturaleza, es complejo. Formatos cortos, titulares, tuits, síntesis, resúmenes ‘ejecutivos’, meras imágenes… flases de una realidad que se sirve troceada para que resulte más digerible. Es más cómodo interpretar que entender, y mucho más creer que argumentar.

Hay que intentar explicar de una forma sencilla lo que es complejo, pero no debemos renunciar a reconocer  la complejidad de las cosas y de las situaciones. Pensar que el mundo son dos más dos o que las relaciones humanas se pueden gestionar con monosílabos y un puñado de adjetivos es engañarse y dejarse engañar por un entorno que se manipula mejor cuanto menos se piensa.

Complejidad puede interpretarse también como profundidad. Necesitamos explicaciones, argumentos y relatos que lleguen a lo más profundo de nuestro ser, allí donde el alma arbitra entre las necesidades más sencillas y las decisiones más complejas. La mayoría de las decisiones de nuestra vida que consideramos importantes las solemos calificar como difíciles. O los mayores aprendizajes han sido fruto de experiencias complejas, aquellas que han dejado una profunda huella en nuestro espíritu.

Me incomoda la sospecha de que detrás de tanta apelación a la sencillez hay un deseo de generalización de la simpleza, de tal forma que sea más fácil pastorear a las personas. Los seres humanos somos en buena medida la consecuencia de nuestro ADN, cuya secuencia está formada por más de 3.000 millones de pares de bases. Cada una de estas combinaciones determina el funcionamiento y el desarrollo de nuestro organismo. ¿Si hemos tardado 300.000 años en desentrañar nuestro propio libro de instrucciones, cómo pretendemos explicar lo que nos ocurre con media docena de refranes y tres cuartos de kilo de frases hechas?

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