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Margaret alimentaba los gatos callejeros en Richmond

 

La noche en que arrollaron a Margaret, la ciudad de Richmond se estremeció. Rabia ante la negligencia de un ebrio al volante. Dolor  ante  la insondable certeza de su ausencia.

Los residentes de las calles colindantes al Monroe Park se habían acostumbrado a la frágil silueta de la “mujer de los gatos’. Sin falta, cada medianoche, ella salía del departamento en que vivía, empujando un carrito lleno de comida para gatos y botellas de agua. Ni la lluvia ni la nieve la disuadían en su ardua tarea. Hasta el amanecer, caminaba y hurgaba por los más recónditos rincones, llamando a los felinos con voz dulce. Margaret los identificaba por sus pelajes, colores, tamaños y escondites. Ellos, también la reconocían e intercambiaban tiernos rituales de afecto.

Su compromiso había comenzado por casualidad, como suele ocurrir con los hechos que nos cambian la vida. Una tarde en la que se desplazaba como una sonámbula, agobiada por el alcohol y la soledad, un gato sucio se acercó a sus piernas. Conmovida, lo tomó en brazos y lo entró al departamento. Pensaba tenerlo unos pocos días, pero resultó ser una hembra preñada. Lo que parecía ser una simple anécdota, se convirtió en su fuente de amor. La familia fue aumentando con nuevas generaciones y otros que encontraba en el barrio. Se mantuvo en el anonimato hasta que comenzaron los reclamos de los vecinos.  La gente se quejaba por los olores, el ruido y las moscas. Le atribuían horrores que no eran de ella. Por razones de higiene, la obligaron a desprenderse de sus animales. Con el alma rota, los fue transportando en cajitas a diversas esquinas ocultas, cerca del parque. Se habituó a salir cada medianoche para comprobar el estado de estado de salud de cada uno y dejarles una “última ración”. Aunque  varios se perdieron, hallaba siempre nuevas bocas por las que volver. En sus recorridos nocturnos, se topó con la fauna humana. Borrachos de bar, prostitutas, traficantes de drogas, parejas clandestinas, asaltantes, vagabundos y rondas de policías. La respetaban porque ella los miraba sin miedo. “Está loquita”, decían. Pese a las burlas, la ayudaban con el carrito, aprendían el lenguaje gatuno y hasta cooperaban con bolsas de comida. No pocos, terminaban sentados junto a ella, llorando sus penas secretas..

Cuando el sol despertaba, los camareros de las cafeterías y los que barrían las veredas, compartían con ella el desayuno y claro, le llenaban el carrito. Poco a poco, se fue convirtiendo en un personaje. La cuidaban y buscaban hogares o veterinarios para sus  pequeños protegidos. 

Cuando la ambulancia se llevó el cuerpo de Margaret, los habitantes de la noche y del amanecer recogieron el carrito huérfano, volcado en una esquina. Lo llenaron de comida y se anotaron en turnos.  La “mujer de los gatos” les había legado el amor y la paz, en su versión más humilde y grandiosa. 

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