Compartir

La vida puede ser un valle de lágrimas, un río que te lleva, una montaña a la que ascender, un océano por el que navegar o un atardecer en el horizonte. Tú eliges en buena medida qué quieres hacer con el bien más preciado, quizá el único, que poseemos en su integridad: nuestra existencia.

Tras muchos años observando a las personas y dar varias veces la vuelta al mundo conociendo culturas y coleccionando cosmovisiones he llegado a la conclusión de que solo hay tres formas de gestionar la vida.

La primera tiene un persistente sustrato cultural y religioso: entender la vida como una sucesión de sacrificios cuyo premio es una segunda existencia en un paraíso. Obviamente para alcanzar ese otro mundo tienes que portarte bien en el terrenal, de tal suerte que te hagas merecedor de la recompensa y, de paso, contribuyas al necesario bienestar para que otros alcancen la suya. Curiosamente, esta interpretación meritocrática es compartida por el cristianismo y el islam, dos religiones aparentemente enfrentadas.

La visión de “sangre, sudor y lágrimas” convierte al esfuerzo, aunque sea fútil e infructuoso, en el supremo hacedor de méritos. El trabajo, en consecuencia, redime, aunque sea precario y no esté retribuido en su justa medida. Y el éxito será más grande cuando mayor sea el esfuerzo, independientemente de la magnitud del logro.

Entender la vida como una lucha te lleva a luchar. Tal afirmación pudiera parecer una perogrullada, pero realmente tiene una carga filosófica nada desdeñable, porque la lucha explica el sacrificio y también la competencia (uno de los motores del capitalismo), la meritocracia, la sobrevaloración del éxito, el liderazgo del fuerte, la tendencia a castigar la derrota, el desprecio del débil e incluso la justificación de la desigualdad.

No faltarán lectores que hagan una interpretación positiva de la lucha. Seguro que sus argumentos son sólidos. Por ejemplo, no hay lucha que nos emocione más que la de un enfermo intentando conservar su vida. A esos lectores simplemente les pediría que sustituyen los términos “lucha” y “sacrificio” por otros sustantivos y comprobasen cómo suena el discurso con ellos.

La segunda forma de gestionar la vida es dejándose llevar. Esta actitud conecta lateralmente con la impermanencia, una forma de entender el día a día como si se tratase del último. La impermanencia se sostiene sobre la poderosísima idea de que los humanos no aceptamos la muerte. Si realmente lo hiciéramos, viviríamos de otra forma. De hecho, una de las formas de vanidad más estimulantes es aquella que lleva a muchas personas a querer dejar una huella indeleble en este mundo: aquí yace…

Esta forma de fluir es cómoda porque se beneficia de las corrientes de pensamiento y acción que determina la mayoría. Realmente no te vas a equivocar mucho si haces lo mismo que los demás, no te sales del rango ideológico e imitas los comportamientos ganadores. ¿Qué es la moda sino la expresión de un dejarse llevar por lo que se lleva?

Dejarse en manos del destino es una decisión ciertamente imprudente porque, en primer lugar, no faltarán quienes no se dejen arrastrar por él y, en consecuencia, navegarán por el cauce del río con otras reglas, y, en segundo lugar, porque el devenir está determinado por las medias, que solo benefician a quienes las manejan. ¡Tanta apelación al valor de la diversidad para acabar convertido en un cinco en un mundo plagado de cincos difíciles de distinguir!

Y la tercera forma de vivir la vida es (acudo de nuevo a Pedro Grullo) vivirla. Este formato vital exige aceptar la muerte como el final de un libro que has tenido la suerte y el arrojo de escribir, incluso aunque sea con renglones torcidos. Exige también romper con las inercias, salir de la zona de confort, atreverse a opinar en contra la mayoría, explorar caminos, andar y desandar, buscar la felicidad más que el reconocimiento, sentirte a gusto contigo mismo antes de que querer gustar a los demás, pensar con el corazón y ejecutar con la cabeza, convertir los sueños en visiones alcanzables y disfrutar de lo que te ocurre y de lo que ocurre, por ese orden.

Las personas que mejor gobiernan su vida no se ven a sí mismas como conductores de su existencia, sino como constructores de la carretera por la que circulan. Esta versión de la actitud ante la vida coincide con las tesis que sostiene que las personas más felices en su trabajo son aquellas que lo han creado.

Aún sin aceptar que se es más feliz con menos (los estudios contradicen esa tesis hasta determinado nivel de ingresos), las personas que se construyen deciden cuánto es menos y cuánto es más, cuándo necesitan más y cuándo necesitan menos y cuán felices les hace acumular bienes materiales, pulirlos o dejárselos en herencia a sus descendientes. En sus vidas hay sacrificio, pero no lo llaman así; hay lucha, pero no la sienten como tal; hay éxitos, pero los relativizan ante la enorme capacidad de enseñanza que proporcionan los fracasos; hay errores, pero no los utilizan para castigarse con ellos; y, por supuesto, hay episodios que no pueden controlar, pero sí pueden decidir cómo los afrontan.

Nuestra felicidad tiene un pequeño componente genético y una gran cuota de factores de entorno sobre los que tenemos bastante control. Cada uno de nosotros decide cómo quiere recorrer el valle (con lágrimas o sin lágrimas), subir a la cima de la montaña o contemplarla desde su base, si prefiere mirarse a los pies o clavar la vista en el horizonte y si está dispuesto a conducir el coche de su vida o a dejarse llevar en autobús. Todas las opciones son legítimas. El hecho de elegir una de ellas ya es un ejercicio de libre albedrío que merece la pena (sustituyan pena por alegría porque, de lo contrario, el lenguaje les llevará a la primera opción).

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *