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                                             SEPTIEMBRE DEL 73

 

Dicen que mi madre está loca, y lo repiten todos constantemente, todos los días, a cada instante, intentando una torpe explicación a una actitud inexplicable a partir de aquel once de septiembre en el que desapareciera violentamente y para siempre Dantón, hombre por el que dicen sentía un extraño y obsesivo cariño, confundido malamente con amor.

Ahora, la verdad es que ella no está loca, sólo ligeramente trastornada ante la desaparición de quien se cree cayó bajo las ráfagas de la metralla o fue secuestrado misteriosamente y por manos aún más misteriosas de gente inmencionable dada la delicada situación que se encuentra el país, luego del once de septiembre.

Yo le miro hacer todos los días porque vivimos en la misma casa (la casa que construyó mi padre) y observo los rasgos de locura que los otros dicen como un hermoso ensoñamiento ausente que alcanza a veces los ribetes del éxtasis.

Y su largo, larguísimo cabello blanco que recoge alrededor de su brazo derecho para no pisar (encanecido prematuramente hasta lo albino y señalado en muchas oportunidades como una palpable muestra de su locura) como el manto con que decoraba su cabeza en esos encuentros tan imaginarios como clandestinos a los que sale algunas veces, y coincidentes siempre con plateadas noches de luna llena.

Y aunque ella no me ve desde hace tiempo, desde un once de septiembre, yo trato de que sí lo haga, y juego a su alrededor, y salto, y me subo a los árboles para ver si alcanzo su mirada perdida, y echo al aire volantines de colores que llegan muy lejos en el cielo para ver si ellos encuentran esa mirada, y me enfermo, y la fiebre me consume por las noches, y me caigo una y otra vez con las rodillas ensangrentadas, y me quemo con los fuegos artificiales todas las navidades, y me corto el pelo hasta lo inverosímil para ver si pareciéndome a un niño consigo su mirada, y acerco mis mejillas a sus labios últimamente muy fríos, y meto mis dedos entre su cuello y su piel sudorosa. Pero nada, ella no me ve, no me toca, ni me mira. Ni a mí ni a nadie, ella sólo se ve a sí misma y su cuidadoso atuendo personal, que prepara para alguien que no sabemos quién es, sus pezones que unta diaria­ mente con miel, su pubis que suaviza con aceite de almendras, sus pequeñísimos pies de geisha que perfuma con una mezcla de mirra conseguida quizás en que remoto lugar y

traída a la casa por ese personaje de tan rara apariencia, venido de tierras lejanas y con ropas de guerrilla, llamado Dantón, dícese activista, hoy desaparecido y causante de la locura que dicen aqueja a mi madre.

Y siento como el tiempo de mis juegos y mis sueños se alarga sin ella donde se siente el hueco de su presencia tan, pero tan querida, lugares donde debo (a mi pesar) crear otros personajes de reemplazo, sabiendo de antemano que su ausencia es irremplazable.

Y el tiempo se hace tan largo, que me sorprendo descubriendo que los días tienen ahora más horas y que aunque llega el tiempo de dormir, yo no puedo hacerlo porque no obscurece, el sol no termina de irse y todo parece señalar que puede repetirse otro largo, angustioso y temido once de septiembre.

La cosa está así y ya, nada más y nada menos que al parecer nadie entiende nada de nada, y sin intentar siquiera ser considerados con mi madre en esta tan especial situación de ella parecen disgustados y hasta indiferentes, sin desear saber si le pasa algo grave, si sufre, si realmente radica en esa causa su extraño proceder o si necesita de nosotros.

Descalificando cualquiera de sus actos que a mí me preocupan mucho, como el salir a vagabundear tonta y absurdamente en busca de algo que no encuentra, pero que busca sin sosiego desde un once de septiembre.

Y esto me tiene mal porque yo voy siempre tras ella a sabiendas que no me ve, que no me siente, siguiéndola por lugares que a veces me atemorizan, como aquellos cerca de los edificios que rodean la Moneda, donde falleciera el presidente un once de septiembre o esos otros aún más lejanos, cerca de los cordones sindicales, obscuros y aún teñidos de rojo, donde dicen se vio con metralleta en mano a Dantón por última vez y que ahora y desde esa fecha son lugares inaccesibles, terriblemente resguardados por los militares y donde acudir puede ser señal de rebeldía y ser severamente sancionado.

Y yo la sigo porque nadie más lo hace y porque también sé que ella es muy débil y aunque parece sana, no lo es tanto y puede ser fácil objeto de atropello, violación o muerte, dado que últimamente eso se ha convertido en costumbre, y la costumbre se practica todos los días, religiosamente.

Ya no me intimidan los ojos de los otros que me miran severamente cada vez que salgo tras ella, diciéndome con la mirada y los gestos que soy una perdida como ella, que quizás tenga el mismo fin, y escupiéndome… ¡que soy digna hija de mi madre, de mi madre, la loca! Que yo para mis adentros siento esas palabras sentenciosas como algo inevitable, que así es y de ninguna otra manera y pesando la sentencia sobre mi espalda, salgo y la sigo porque aunque digan que mi madre está loca, creo que únicamente tiene un trastorno de ausencia y que está desvalida por lo que mi deber es estar con ella, aunque nadie lo entienda, ni nadie lo quiera.

Me he dado cuenta que por las noches no duerme y aunque reposa en la obscuridad de su alcoba, sus ojos están abiertos. Eso porque muchas veces (sigilosamente para no ser sorprendida) entro en su cuarto y me tiendo sobre la alfombra al lado de su cama a escuchar sus suspiros los cuales son las únicas manifestaciones de vida que emiten sus labios desde aquel fatídico once de septiembre en el que dicen, ella, mi madre, perdió la razón

Hace unos días (no lo esperaba) y mientras jugaba sobre el regazo de mi madre pensando que ella no se daba cuenta, una de sus manos se movió hasta mi pelo, acariciándolo suave dulcemente, en un gesto inaudito desde hacía mucho tiempo, un gesto que parecía un retomo de quizás qué extraño lugar lejano y absurdo, enormemente lejano y enorme­mente absurdo. Creo (de eso no estoy segura) esa caricia puede ser el inicio de su presencia de nuevo entre nosotros, tan, pero tan largamente esperada desde que su alma desapareciera misteriosamente.

A pesar de los gestos adusto de los que nos rodean y a veces los rostros imperturbables de algunos o la fingida indiferencia de otros, todos, hemos notado algún rasgo en ella, en mi madre, que demuestra que nos comienza a ver nuevamente, sin ir más lejos en el día de ayer, cuando en un acto espontáneo e impropio de mí, decidí mirarme en los hermosos ojos de ella, quien en respuesta (muchos lo presenciaron y no cabe la falsa interpretación) me mirara con su otrora perdida expresión de antes inundada de agua salada, con ese gris de ternura que le conociéramos durante tantos años cuando jugaba sobre su cama conmigo o cuando despertaba soñolienta por la mañana entre los brazos rudos de mi padre poco antes del once de septiembre.

Creo que fui la primera en descubrir que lo que parecía un hecho definitivo (la supuesta locura de mi madre, en la que nunca creí), ha comenzado a quedar como un mal recuerdo; porque ayer por la tarde ha dejado aquel cuarto viejo donde se  refugió durante algún tiempo y quemado la mirra con que perfumaba absurdamente sus pies, para más tarde entrar a la pieza, que anteriormente compartía con mi padre, de la que no ha salido hasta hoy por la mañana, con sus grandes ojos llenos de sueño (los de antes) mirándome luego como si hiciese mucho tiempo que no me veía, para más tarde acercarse muy despacito, tocar con sus labios (ya no fríos) mi frente y decirme con la voz entrecortada por el llanto, que me había extrañado tanto, tanto… y durante tanto tiempo, desmintiendo así y para siempre, el calificativo indigno que recibiera de todos, incluso de aquellos que ella más quería a excepción de mí, desde aquel obscuro, desdichado y largo, larguísimo once de septiembre.

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2 Comentarios sobre “Narrativa poética “Septiembre del 73” de Mónica Gómez del próximo libro a editar.

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