Varias situaciones luminosas rodearon mi viaje a Chile en febrero del 2019. El año anterior había presentado mi libro de relatos de inmigrantes “No te olvides del James River, en la segunda Feria del Libro Hispano en la George Mason University de Virginia. Sin pretenderlo y a través de Facebook, un amigo virtual, Alice Belmar, me ofreció realizar un lanzamiento en la casa central de la Universidad Católica. Invité a otra amiga digital, Thamar Álvarez a compartir la conferencia, puesto que ella había publicado un libro autobiográfico sobre el exilio de sus padres en un kibutz de Jerusalén.
El evento se fijó para el 16 de marzo a las 11:30. Nos reunimos en el café Starbuck de calle Lira, con el fin de conocernos y coordinarnos. Fue divertido interactuar en “el mundo real”. Revisamos el salón. Los rayos de sol atravesaban el techo vidriado de la Casa Central, la misma donde había estudiado mi diplomado en Gestión Cultural y donde (en mis tiempos santiaguinos) solía “hacer un alto” en mi camino al centro ( recorrido en la galería de arte y baño). Mi segundo “alto” era la Feria Artesanal de Santa Lucía.
El sábado 16 todo fluyó sin problemas para la tertulia literaria “Tierras lejanas, almas cercanas”. Llegó el moderador (mi colega y amigo Mauricio Tolosa), el grupo musical de Pilar Reyes, los invitados y las bandejas con galletitas. Después de los aplausos de cierre, mi amiga Liliana Ramos y su hija Flavia me llevaron al Barrio Lastarria para almorzar. Turistas y santiaguinos se relajaban en las mesitas de atractivos restaurantes, otros entraban al Museo de Artes Visuales, en la Plaza Mulato Gil de Castro o revisaban el kiosco de los libros usados. Elegimos unas mesas al aire libre. Todo bien servido, rico, en estilo fusión-contemporánea, acompañado por un grato espumante. La brisa tibia nos acariciaba en el jolgorio de los murmullos colectivos y el ruido de los platos que inundaba el lugar.
Conversamos del diplomado sobre Carl Jung, que Liliana estaba estudiando en la Casa Central. Nos acordamos cuando yo fui su madrina de confirmación en la cercana Iglesia de la Veracruz. Le conté que mi tía Sofía se había casado allí, vestida de negro y en privado. Las tres coincidimos: ¡Nos encantaba la onda de Lastarria!. Sus edificios de arquitectura francesa, los detalles modernistas y las casonas refaccionadas. Ella elogió el Hotel Boutique, en el que un par de veces se había alojado con su esposo para no tener que manejar de regreso. La noche bohemia también era interesante.

Comida árabe y amistad
Días más tarde, nos juntamos un grupo de periodistas de la Universidad de Chile a comer en el restaurante Omar Khayyam, de avenida Perú. Era ya el tercer año que nos convocábamos en dicho sitio, perteneciente a Nimer Sarrás, también colega y compañero de la U. Juntarse en ese antiguo local árabe de Bellavista era una tradición promovida por el grupo “Estambul” (correspondiente a la fila de apellidos con “R” en la sala de clases): Mónica Rojas, Soraya Rodríguez, Eduardo Román, Teresa Riquelme, Colombia Ramírez y Pilar Reyes. Logré conformar el grupo “Constantinopla”, que abarcaba varias generaciones: Mauricio Tolosa, René Naranjo, Ruth Melgarejo, María Paulina Correa, Colombia Ramírez, María Teresa Villafrade, Ana Peña, Rodrigo Toledo, Paula Aliste y José Alé. En esta oportunidad llegaron también Hernán Dinamarca y Javier Galaz, que hasta cantó unos tangos.
¡Un feliz ánimo de re-encuentro nos abrazaba!. Me sentí abriendo pequeñas ventanas que me devolvían afectos de mi época universitaria. Fue tan agradable la noche que todos prometimos repetirla en mi siguiente viaje.
La expansión de esa energía nostálgica continuó en un local del barrio Yungay, junto a Pilar Reyes y Teresa Riquelme. Con ellas había trabajado en la radio ‘Estrella del Mar” de Chiloé en 1987. Era primera vez que acordábamos las tres. Pasamos horas hablando. ¡Prometimos “sí o sí”, retornar juntas a explorar el Chiloé de nuestra memoria.
Cuando despegué rumbo a Virginia, llevaba mi espíritu pintado de colores brillantes, de esos que se estampan con vivencias nutricias.
Estallidos de fuego
El 18 de octubre del mismo año, a las tres de la tarde, Liliana Ramos se encontraba en el estacionamiento de la Casa Central. Acababa de finalizar la ceremonia de su diplomado. “¡Hay problemas en la Alameda!”, le advirtió el cuidador. Ella se encogió de hombros, no pensó que sería grave. Cuando dobló por Portugal se vio sumergida en una atmósfera surrealista: neumáticos ardiendo, gente corriendo, gritos, encapuchados golpeando letreros y semáforos. El tránsito de la Plaza Italia estaba totalmente bloqueado. No supo cómo regresó a su casa. Solo recordaba que un carabinero en moto le permitió meterse por alguna calle lateral. Perdió la orientación. Serpenteó por poco más de una hora. No comprendía cómo en pocas horas, la ciudad se había vuelto desconocida y hostil.
Las escenas que ella me describió, quedaron dando vueltas en mi cabeza. Me conecté a noticias chilenas. Todo muy desolador. Se suponía que eran protestas pacíficas, pero todo terminaba en incendios y saqueos. Varios murieron y no se veía salida al conflicto.
En las redes sociales, amigos virtuales y reales empezaron a transformarse. Los grupos tomaban partido. Otrora simpáticos debates se transformaron en peleas. Proliferaban los insultos. Cada cual tenía su propia teoría de la conspiración. Nos acostumbramos a callar, a colocar fotos lindas para no despertar conflictos. Nadie me bloqueó, pero varios dejaron de ingresar a mi muro o al Whatsapp. El restaurante de Nimer Sarrás sufrió las consecuencias de las molotov y las bombas lacrimógenas en Plaza Italia. Nadie entraba. Otros, cerraban.

Retorno en diciembre
En diciembre, volamos con Charlie a Chile para celebrar la Navidad en familia y asistir al matrimonio de mi sobrina. Apenas tuve la oportunidad, me subí al Metro y me bajé en la estación de la Universidad Católica (la Baquedano estaba clausurada). En la Alameda, la Casa Central y varios locales comerciales protegían sus fachadas con blindajes, cubiertos de graffitis. Desde un pequeño pórtico del “búnker”, salieron algunos jóvenes de corbata y niñas vestidas de fiesta. Un solitario vendedor de flores les ofrecía sus ramitos. Varios atravesaron a Lastarria para ingresar al estacionamiento subterráneo. La onda festiva y cultural se había evaporado. Ni siquiera el Biógrafo actualizaba su cartelera. Unos pocos restaurantes funcionaban con barreras de metal. El glamoroso Hotel Boutique había cerrado sin fecha de reapertura. Retrocedí hacia la Alameda, allí me topé con el desolado edificio del cine arte Normandie, también había caído presa de las llamas. Poco tiempo después, la iglesia de la Veracruz y las escaleras del cerro Santa Lucía correrían la misma suerte.
El monumento ecuestre a Baquedano figuraba manchado de rojo y plagado de carteles. Unos jóvenes tomaban cerveza sentados en su base. Tierra y basuras reemplazaban a las flores y prado. Ahora se llamaba Plaza Dignidad.
Con mi amiga Soledad Reyes teníamos entradas para ver “Viejos de Mierda”. La obra teatral cosechaba éxitos desde el 2016, sin embargo, ante el nuevo contexto el guión parecía fuera de lugar. Los actores Jaime Vadell, Tomás Vidiella y Coco Legrand (antiguas estrellas del escenario criollo) despertaban tenues sonrisas. El tema de tres viejos que deseaban arrendar una avioneta para estrellarse contra el edificio Costanera Center (el más alto y moderno De Santiago), no resultaba jocoso. Por el contrario, eso del suicidio colectivo provocaba una depresión algo profética.
Los destrozos fueron el preámbulo del Acuerdo de Paz Social que el gobierno firmaría, el 15 de noviembre del 2020 para una nueva constitución.
¿Dónde habían quedado esas risas, los abrazos y las promesas hechas en el Omar Khayyam? ¿Los despreocupados comensales de Lastarria y Bellavista? Aunque nadie lo dijera, los espacios golpeados aceleraron una espiral sin puntos de unión, consignas almibaradas y “funas”. Los culpables se escondían…¿Acaso nadie lo vio venir? ¡Hasta Tomás Vidiella falleció en plena pandemia! La bandera fragmentada del logo constitucional se limita a reflejar el desencuentro. Para bien o para mal, nada volverá a ser lo mismo, ni siquiera los barrios, las familias y la amistad sin sospechas.

Pilar, que buen relato para describir lo que a todos nos sucede cuando recordamos el ántes y el después del estallido social y la pandemia acá en Chile….querer volver, recuperar amistades, lugares y momentos que nunca volverán. Chile cambió y no va a volver atrás nunca más….la gente, los lugares, los momentos son otros, con la sensación de un salto cuántico en el tiempo, esa sensacion de vacío, de pérdida de memoria….
María Pilar. Una mirada muy íntima de lo que vista. Me llamo la atención que comediantes exitosos ya no sacaban risas. Nos pusimos grises, nos apagamos y perdimos la fe en nosotros.
Has mencionado un buen punto que voy a agregar al relato: El tema de “Viejos de Mierda”, se trababa de la organizar el suicidio de estos cuatro viejos, quienes arrendarían una avioneta para estrellarse contra el edificio Costanera Center, símbolo de la modernidad santiaguina. Quizás, el tema ya no daba risa. Con el tiempo, ha resultado casi profético: un deseo de suicidarse colectivamente destruyendo la modernidad.
Amiga como siempre te he dicho, escribes maravilloso no me pierdo tus escritos. Gracias por compartirlo con las Sopitas.