Todo en él era falso excepto su prótesis de vidrio en forma cóncava y colores entre blancos, amarillos y verdosos azules que rellenaba el hueco vacío de su ojo derecho.
Setentón, de muy baja estatura, panza incipiente, medio calvo, bigote a lo actor porno de los años 80 y vestido con ropa usada y pasada de moda.
En la privacidad y en el computador se dedicaba a ver pornografía e informar de reuniones importantes con fechas y lugares para luego asistir a ellas sin invitación alguna, anónimamente, su nombre nunca estaba en la lista de invitados, pero él se las arreglaba muy bien para entrar y conversar con todos simulando ser un personaje de pensamiento avanzado, defensor de los derechos humanos (estaba de moda), intelectual y muy informado (el Google le solucionaba los problemas).
Exteriormente se presentaba con múltiples profesiones según la ocasión aunque en la realidad sólo era un burócrata más de los muchos que abundaban en oficinas oscuras y pequeñas, sin familia, sin oficio y sin dignidad.
Y todo sucedió como debía suceder, porque las leyes del universo son estrictas y “el destino es más justo que los humanos y los medirá con otra medida”.
Así, al parecer su desaparición sucedió coincidente con la fecha del incendio provocado por un grupo anarquista en la Biblioteca Nacional durante la presentación del libro de un político (otro farsante esta vez institucional), donde asistían varias personas con delirios intelectuales, allí hubo dos muertos, uno de ellos una señora ya mayor de nombre Olga Hartmann conocida por aparecer siempre en todas las presentaciones de libros con el único objetivo de conseguir algún viudo despistado, y el otro, el cadáver de un hombre cuya identidad nunca fue conocida ya que sólo quedó un cuerpo calcinado, irreconocible, y entre su calavera una ennegrecida y pequeña pieza de vidrio, en forma cóncava y colores entre blancos, amarillos y verdosos azules.
